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EL DIÁLOGO EN FRANCISCO DE ASÍS 121 establecer entre dos religiones cuya intransigencia recíproca hacía imposible todo diálogo, hasta el punto de estar enzarzados en una larga guerra: las Cruzadas. La realidad de esta leyenda es interpretada por los cronistas extraños a la Orden como una presencia irresistible de Francisco, defensor apologético de la fe, que, tras fascinar al Sultán y vencer doctrinalmente a los teólogos, se ve incapaz de convertirlos a causa de su cerrazón. Sin embargo, los testimonios internos de la Orden ven la presencia de Francisco entre infieles dentro de ese deseo progresivo de martirio que enmarca toda su vida, pero que la realidad le desmiente. Esta situación viene planteada por la existencia de la Cristiandad. La coincidencia entre el dominio político de un territorio y la imposición a sus gentes de la religión cristiana hacían de la Cristiandad una sociedad extraña, denominada Iglesia, cuyos contornos estaban ocupados por los impropiamente llamados infieles; es decir, por los que no estaban dispuestos a dejar su fe para convertirse al cristianismo. La relación fiel-infiel estaba clara. La misión de la Iglesia era, por tanto, tratar de seguir el mandato de Cristo conquistando a dichos infieles hasta que la Cristiandad se extendiera por todo el mundo. El principio en sí no era descabellado. Al fin y al cabo no hacían más que continuar el afán proselitista de la Iglesia primitiva. Lo que ya no cuadraba tanto con el talante evangélico era el modo de llevarlo a cabo. La conquista arrolladora de los musulmanes con la guerra santa había provocado en los cristianos una respuesta belicista: las Cruzadas. La actitud de Inocencio III frente al mundo musulmán presenta dos niveles distintos. Por una parte, había intentado una serie de relaciones diplomáticas con algunos soberanos musulmanes; pero, por otra, era portador y represen– tante del típico mito despreciativo hacia los musulmanes. En el Concilio IV de Letrán se debatió este problema, dando como fruto un decreto sobre la Expedi– ción para recuperar Tierra Santa, en el que se concretan las normas para llevar a cabo la Cruzada en el año 1217. La muerte imprevista de Inocencio III en 1216 dejó truncada su gran esperanza de reconquistar Tierra Santa. Honorio III recogerá el testigo conti– nuando los preparativos para la Cruzada. Multitud de predicadores enaltecidos irán calentando las cabezas de las masas para que justifiquen y apoyen esta empresa bélica. La devoción con la que Francisco solía secundar las iniciativas del Papa no aparece en esta ocasión. El proceso de conversión que había emprendido chocaba con esta imposición violenta de la fe. El Evangelio se propone, no se
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