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116 JULIO MICél, OFMCAP más importante, igual gue lo hacía con las demás clases sociales. Además de los innumerables gestos de solidaridad al compartir con ellos su pobreza, cosa que traen los biógrafos, está la recomendación del propio Francisco en esa dirección: « Y deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y desprecia– da, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los carninos» (1 R 9, 2). Pero todavía hay más. La bella historia que nos traen las Forecillas sobre los ladrones de Montecasaíe (Flor 26) es un ejemplo de relación sincera donde lo que se busca de verdad es el hombre y, lo que se consigue, es la rehabilita– ción de estas personas al descubrirles su verdadera identidad. La pronta organización de la Fraternidad y su posterior conversión en Orden hacían difícil, si no imposible, el mantener esta actitud dialogante con los pobres. Pero, al menos, está la voluntad de no cerrarse ante ellos y seguir creyendo que en los pobres se les manifestaba Cristo. 8. EL DIÁLOGO CON LA NATURALEZA A Francisco se le conoce por su amor y respeto a la naturaleza, hasta el punto de ser actual como prototipo ecológico. Sin embargo hay que tener en cuenta que su visión de la naturaleza, como hombre medieval, era muy distin– ta de la nuestra. Por una parte, el mundo era considerado en el Medioevo como un todo cerrado, inmutable, perfectamente ordenado, que tenía al hombre como centro. l\,1ientras que, por otra, por su condición religiosa, se veía en Dios el fundamento de toda la creación. Llamado a colaborar con su Creador, d hombre es vicario e imagen suya en el gobierno del mundo. Pero Dios ha creado el mundo como <<cosmos», esto es, como un orden que posee su propia integridad. En cuanto tal, el mundo es una revelación de Dios. Por ello, cuando Dios coloca al hombre «en el paraíso», lo hace para que «lo cultivara y guardase». Asociado a la obra misma de la creación y conservación de la realidad creada, el hombre con su trabajo está de algún modo reproduciendo el hacer divino de los orígenes. Por tanto no debe olvidar que el duefio absoluto de la naturaleza es Dios, a quien representa aquí en la administración de la tierra. En el dominio de la misma debe observar la racionalidad que deriva del orden creado por Dios. El hombre carece de legitimación para ejercer una sobenuúa despótica y arbitraria según sus intereses egoístas de cada momento. Se le encarga el «cuidado,, y «el cultivo,, de la tierra, no su despojamiento. Por ello, cuando el hombre abusa de su condición de intérprete de los designios divinos para con el mundo, termina por envilecer su existencia, cediendo a la tentación de «creerse como Dios».
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