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270 RUFINO M. GRÁNDEZ das por otras carencias. Nunca fue experto en la música, ni tampoco en el deporte. A los dos años de estancia en Alsasua murió la madre (julio 1928), unas semanas después del parto de las dos niñas gemelas. Y el padre, viudo a los 42 años, tuvo que tirar adelante, sacando a los hijos como pudo, en tiempos de tanta penuria, con ayuda de la familia. Treinta años más tarde terminaría sus días el padre en agosto de 58, un verano en que el padre Lázaro se encontraba con los coristas en la sierra Urbasa. De edad muy joven se hacía en aquel tiempo el noviciado, pero Romualdo, de los mayores del curso, tenía los 18 cumplidos, cuando con todo ímpetu comenzó el año del santo Noviciado. Fue Maestro un capuchino excepcional, el padre Ezequiel de Legaria (1872-1948). Al leer la semblanza necrológica del padre Ezequiel que escribió el padre Lázaro en el Boletín Oficial, se nos antoja que estamos recorriendo su propio año de noviciado. En el sentir de quien escribía, el padre Ezequiel fue el fruto de santidad más sazonado que podía ofrecer la madre provincia en el cincuentenario de su restauración (1900-1950). Era el padre Maestro hombre de recia austeridad, rayana a veces en ciertos toques que muchos lo juzgarían de extravagancia. Pero el meollo de su espiri– tualidad, que nadie discutía, era esto: un corazón enamorado de Jesucristo. Y esta pasión por Cristo es lo que trataba de contagiar a los novicios, y lo conseguía. El padre Lázaro no puede menos de traerlo a su memoria con emoción y alabanza. Fuenterrabía y Pamplona son dos etapas que atravesamos con la ayuda de las crónicas del Colegio y de las revistas que editaban los estudiantes. Un rasgo dominante dibuja el perfil del joven fray Lázaro. Este joven tesonero, que luce talento de sobresaliente, pero que tampoco es «el más listo», tiene un anhelo, caldeado de inmenso fervor: quiere ser misionero, misionero entre paganos, misionero en China. Es su vocación. Yal menos por tres veces lo ha de escribir así al Provincial en tiempos sucesivos. Llegará a comprender en el silencio de la oración que hay algo más grande que ser misionero, y esto es obedecer a Dios. Pienso que estamos tocando uno de los secretos de esta fecunda existencia. Ignacio de Loyola nos dirá desde la propia experiencia -y cada santo lo sabe a su manera- que lo que importa es no lo que «yo» quiero hacer por Dios, sino lo que «él» quiere que haga por su gloria y servicio. A los 21 años padeció una pleuritis, que al fin fue superada. Como una amenaza retornó en los tiempos de maestro de novicios, lo que le obligó a estar bajo vigilancia médica. Los años de Pamplona (1935-1939) cubrieron el tiempo de la guerra civil.

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