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SEMBLANZA DEL P. LÁZARO IRIARTE (1913-1997) 269 ASPURZ Romualdo -que así se llamó el niño en gracia a su padrino- fue el segundo de una familia colmada y bendecida con ocho hermanos, entre ellos dos pares de gemelos. Romualdo era el segundo del hogar, antecediéndole Martín, residente hoy en el convento de Sangüesa. De este hogar de la alta Navarra cuatro hijos habían de llamar a las puertas de un convento francisca– no buscando una manera de ofrendar sus vidas al Señor. Romualdo en 1926, rumbo al seminario seráfico; le siguió también capuchino en Alsasua Jesús, que era diez años más joven; su hermana Visitación, nacida cuando ya Romualdo llevaba dos años en Alsasua, quiso ser misionera entre las Franciscanas Misioneras de María; finalmente Martín, cuando contaba 49 años, acudió a un convento capuchino para santificar su vida con la piedad y el humilde trabajo como hermano donado (noviembre de 1959). Fue aquella una familia de cristianos hasta el tuétano; el padre llevaba la palma sin que en nada desmereciera la madre. En el corazón de Romualdo la abuela paterna, que compartía la casa, tenía un puesto especial. Era el único que le llamaba «abuelita», de niño e incluso de mayor. Y hasta de anciano, al recordar en ciertos momentos tiernos escenas de familia el padre Lázaro recordaba a la abuelita que les preparaba chocolate con torreznos. Al escribir la vida del padre Esteban de Adoáin su memoria vuelve al hogar de la infancia y recuerda las noches de invierno cuando «nuestra abue– la» le hacía leer a él la gruesa biografía del venerable misionero, escrita por el padre Ciáurriz, y al cerrar el libro les contaba por enésima vez cómo ella le había oído predicar, siendo moza, allá en 1886, la célebre misión de Lumbier. Un día vinieron a dar misiones al pueblos los Redentoristas. El párroco y los misioneros hicieron una llamada vocacional. Romualdo se presentó y dijo que él quería ser capuchino. «¿Qué sabrás tú de capuchinos?», le dijo el cura. Pero Romualdo algo sabía, y en todo caso sabía lo que quería. Los AÑOS DE FORMACIÓN En estas circunstancias, cumplidas trece primaveras, fue a Alsasua; otros treinta y dos chicos empezaron la carrera el mismo verano. La mayor alegría para su padre, el señor Alejo, verle un día sacerdote. El muchacho era serio, alto y delgado, muy formal, siempre con excelentes calificaciones de conducta, urbanidad y aplicación. Así lo recuerda el compañero de curso, padre Teodoro Yoldi, unos años más joven que él. Y añade que un profesor de quinto, el padre Crisóstomo de Pamplona, le sacó entre bromas y veras un apodo: El Hierático. Sus excelentes cualidades de entendimiento y voluntad, se veían contrarresta-

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