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«VAMOS A NUESTRA MADRE LA IGLESIA ROMAl'\fA» (TC 46) 205 Nuestro tiempo no está exento de esa propensión a atribuir a las cifras cronológicas un significado cabalístico, sobre la base ya sea de presagios pseudoproféticos ya de conjunciones astrológicas o de creencias sostenidas por algunas sectas. La era cristiana, cuyo tercer milenio se dispone a celebrar el mundo entero, ha sido adoptada convencionalmente aun en áreas culturales y religiosas que siguen otros cómputos. Para la mayor parte de la gente no pasará de ser un año nuevo extraordinario por doble motivo, como paso a un nuevo siglo y, sobre todo, como inauguración de un nuevo milenio, que se ofrece tan diferente del que termina. Para el cristiano, la fecha como tal no tiene importancia, tanto más que, históricamente, no corresponde a la del nacimiento de Cristo, por causa de un ligero error de cálculo cometido por el citado Dionisia el Exiguo. No se festeja una fecha, sino un hecho que tuvo lugar hace dos mil años, uno más uno menos, un hecho que marca para el creyente el centro de la historia. Y no se trata de una simple «conmemoración», por festiva que sea, sino de una «cele– bración». La Iglesia, en los ciclos litúrgicos de cada año, no se limita a conme– morar, sino que actualiza y vive los misterios que celebra, porque son perma– nentes. Pensemos en la Navidad de Greccio del año 1223, cuando Francisco quiso «celebrar» al vivo el nacimiento del Dios hecho niño, reproduciendo cada particular de lo que sucedió aquella noche en Belén (cf. 1 Cel 84-86). «TODOS LOS CAMINOS LLEVAN A ROMA» El conocido proverbio pudo haber tenido origen ya en los tiempos del imperio romano, cuando la red de calzadas consulares e imperiales irradiaban a toda Europa desde Roma y conducían a Roma. Pero pudo también haber sido acuñado en los siglos medios, cuando «cristiandad» era sinónimo de comunidad europea y Roma era reconocida como centro insustituible de los comunes vínculos espirituales. Desde que, como hemos visto, Bonifacio VIII abrió la serie de los jubileos universales, Roma vino a ser la meta penitencial, el seguro del perdón. Los fieles que peregrinaban sentían resonar en la basílica de San Pedro las palabras de Cristo que, desde hace más de cuatro siglos, se leen en letras de oro al interior de la cúpula: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificará mi Iglesia ... Yo te daré las llaves del Reino de los cielos: todo lo que atares en la tierra será atado en el cielo y todo lo que desatares en la tierra será desatado en el cielo (Mt 16,18 s.). fol. 116 v.-132 r. Cf. L. lRIARTE, «La proximidad del fin del mundo en la predicación de Bernardino de' Busti», en Laurentianum 7 (1966) 496-502.

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