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«VAMOS A NUESTRA MADRE LA IGLESIA ROMANA» (TC 46) 203 Dante Alighieri peregrinó a Roma durante el Jubileo; en la Divina Come– dia recuerda la impresión que le produjeron las multitudes apiñadas dirigién– dose por el puente del castillo de Sant'Angelo a la basílica de San Pedro (Inf XVIII, 24-33); si bien no perdona ocasión de denigrar a Bonifacio VIII por el uso, arbitrario según él, que hizo en esa ocasión del poder de las llaves (Purg II, 94-98). No ha de pasarse por alto la parte que tuvo la familia franciscana en esa vibración de los espíritus mediante la exhortación a la reforma de vida y con la presencia y la acción penitencial de los hermanos y hermanas de la Orden Tercera. 5 IV. EN EL UMBRAL DEL TERCER MILENIO NADA DE QUIMERAS MILENARISTAS Involuntariamente viene a la mente la aprensión milenarista, que trae origen de una interpretación literal del conocido texto del Apocalipsis, en que se habla de un reinado de Cristo con sus fieles, de mil años de duración, después de los cuales Satanás, puesto en libertad, saldrá para seducir a todas las naciones (Ap 20, 1-9). Si bien el magisterio de la Iglesia no ha hecho nunca suya esa interpretación, no han faltado, desde los primeros siglos, grupos imbuidos de la idea de esa contingencia histórica del Reino de Dios. La literatura romántica del siglo XIX creó el mito del terror colectivo que habría cundido en la sociedad europea al aproximarse el fatídico año 1000; se habría producido como una paralización general de la actividad económica, procesiones de disciplinantes habrían recorrido los caminos implorando la misericordia divina, señales espantosas habrían tenido aterrorizada a la gente... Pero al ver que quedaba atrás el primer milenio sin que se produjera el anunciado cataclismo, habría sobrevenido una explosión de júbilo general y de agradecimiento a la bondad divina. No faltó historiador que atribuyó a esa euforia colectiva la nueva fiebre por construir espléndidas catedrales e iglesias abaciales, de donde tuvo origen la arquitectura románica. Pura fantasía histórica. El año 1000 puede decirse que pasó desapercibido, ante todo porque no estaba todavía en vigor en toda la cristiandad el cómputo de la era cristiana, introducido en el siglo VI por Dionisio el Exiguo, que tuvo el 5 A. FRUGONI, «Il Giubileo di Bonifacio VIII», en Bol/. Ist. Storico Italiano 62 (1950) 1- 121; C. STANGE, «Der Jubelablass Bonifaz VIII in Dantes Commedia», en Zeitschrift f. Schweizer Kichengeschite 63 (1950) 145-165.

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