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«DIOS PRESENTE EN SAN FRANCISCO» 393 senda una doble perspectiva ontológica: desde el Absoluto y desde la con– ciencia en comunión con él. Desde el Absoluto la presencia total es la luz plena e indeficiente que penetra en los últimos entresijos de la conciencia para eliminar toda sombra y oscuridad. Los místicos, como san Juan de la Cruz, saben mucho de cómo la llama divina embiste con todo su esplendor los oscuros senos del espíritu. Lavelle ha recogido esta doctrina y muestra al Acto puro como irradiación centelleante de luz en la conciencia. Desde su acción en ésta, la presencia total nunca es acabada. Siempre cabe en ella distinguir tres planos: uno de presencia sentida, otro de horizonte y otro de latencia. Esta terminología no es de Lavelle, pero sí su contenido, pues distingue en la conciencia embestida por la luz del Acto puro entre lo directamente percibido por ella, lo que queda en lontananza con pers– pectiva de horizonte y lo que permanece latente, invitando a nuevas con– quistas y logros. Radica esto en la ineludible finitud del «yo», que nunca llega a plena identidad como el Absoluto, sino que tiene que hacer siempre de sus actos íntimos un caminar hacia lo que le atrae y que nunca puede ser perfectamente logrado. Es la franja inexorable entre la finitud y la infinitud, que Lavelle ha apellidado «intervalo». Anotemos desde la proble– mática de esta alta metafísica que el intervalo es la mejor prueba para Lavelle de que su ontología no tiene ni puede tener un sentido panteísta. Y esto pese a las objeciones obvias que suscita su concepto de univocidad. En todo caso aquí debe quedar bien atestado que, frente a la presencia total del Acto Puro, la conciencia experimenta sólo una presencia limitada y parcial, que inunda al alma, la cual prospecta un segundo plano como hori– zonte y un tercero de latencia y expectación. Es precisamente en el santo donde la presencia total adquiere un mayor grado de completez. Es esto lo que nos toca ahora analizar como preámbulo inmediato a la interpreta– ción lavelliana de san Francisco. 2. LA SANTIDAD EN LA ONTOLOGfA DE L. LAVELLE «Lo propio de la santidad, escribe textualmente Lavelle, es descubrir la relación entre dos mundos, es decir, entre el mundo material y el espiritual, o, mejor, mostrar que no hay más que un mundo, pero con dos caras, una oscura y otra luminosa, en tal condición que podemos dejarnos seducir de las apariencias mundanas en las que llegamos a perecer, o penetramos hasta su esencia para que nos revele lo que son estas apariencias hasta llegar a descubrir la eterna verdad y bondad. El santo se halla en la fron– tera de dos mundos» (CS, pág. 15). Pensamos que el lector tiene ya los elementos necesarios para valorar este juicio que resume la ontología de Lavclle en su aplicación a la santidad. En efecto, toda auténtica ontología se mueve en el piano de lo sensible para elevarse a lo trascendente. Hemos visto cómo el «yo», al replegarse sobre sí mismo, ha hallado la vía recta para llegar al Absoluto que le llama y le atrae. En el plano de la praxis moral quien mejor realiza esta introversión sobre sí es el santo. De tal suerte que su vida viene a ser un peregrinar perpetuo para responder a la llamada del Absoluto, que quiere hacerse en él presente.

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