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410 E. RIVERA del ser ha hecho patente que la querella medieval entre tomistas y escotis– tas no se ha apagado. Dada su actitud a favor de la univocidad, parece obvio pensar que buscara apoyo para sus razonamientos en Duns Escoto. Sin embargo, el estudio detenido del texto lavelliano elimina esta hipó– tesis. Baste observar contra tal influjo que Duns Escoto se mueve siempre en una metafísica de la primacía de la esencia, mientras que Lavelle se ha declarado a favor de una metafísica de la existencia. Ante tal funda– mental disparidad puede haber cierta consonancia de terminología entre ambos, pero no una ontología convergente. En este sentido, el estudio de Blas Ramírez, La univocidad del ser en L. Lavelle a partir de Escoto 28 nos parece algo forzado. Hay más deseo de encontrar semejanzas que penetra– ción en la trama mental de estas metafísicas. Con. plena motivación histó– rica J. Ecole, uno de 'los que mejor han estudiado a L. Lavelle, puede afirmar que el parentesco entre Lavelle y Duns Escoto no pasa de la «formu– lación verbal de la univocidad». 29 3.ª La interpretación mística que hace L. Lavelle de la espiritualidad franciscana ha sido juzgada como gravemente deficiente. La crítica de J. Eymard d'Angers, publicada en la autorizada revista Collectanea Fran– ciscana,30 motiva el que no podamos silenciar este aspecto tan importante. Dos acusaciones dirige el crítico a Lavelle: de inclimirse al naturalismo místico y de dar una visión parcial de la espiritualidad de san Francisco. El natura1ismo místico lo entrevé en la impregnación de platonismo que rezuma la exposición de Lavelle y en no háber definido claramente la dife– rencia entre el· orden natural y el sobrenatural. Reconocemos que esta objeción tiene fundamento en el texto de Lavelle. Pero vista desde una proyección histórica pierde valor. Todo lector debe partir, no de sus postu– lados mentales sino de Ios del escritor. En nuestro caso, a Lavelle filósofo no se le puede pedir las netas distinciones de un teólogo. Lo malo fuera que las negara. Pero desde el momento que acepta la teología de lo sobre– natural, no tenernos por qué objetar que estudie el fenómeno :místico desde la vertiente filosófica. En esta ocasión debe suplir el lector con su teología, la deficiencia ineludible del filósofo. Sobre todo si se tiene en cuenta que, aunque mente pocas veces a la gracia, es siempre respetuoso con la acción de la misma. La segunda acusación lamenta que Lavelle haya vi~to la espiritualidad franciscana exclusivamente desde la contemplación de la naturaleza, como voz de Dios. Bello camino pero deficiente. Porque en la mística de san 1'.ran– cisco, se alega, tiene mayor importancia el amor a Cristo Crucificado. Esta acusación nos parece menos consistente que la primera. Una mirada al abanico de interpretaciones de los doctos s.9bre la esencia de la espirituali– dad franciscana nos advierte que la unilateralidad lavelliana no es única. No es dable, por otra parte, resumir esta rica espiritualidad en una sola " En Franciscanum 8 (1966), 44-75. " La métaphysique, 62. 30 Collectanea Franciscana 22 (1952), 195.

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