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408 E. RIVERA amada pobreza le hizo vivir, san Francisco aceptaba y amaba cuanto encon– traba en el mundo, en el que no veía más que la manifestación de la Bondad de Dios y el signo de su presencia. Esta comunión con los demás seres llegaba a su plena floración en sus relaciones humanas, en las que sólo se daba preferencia a los que menos podían sentir esta comunión viva. Recor– demos la triste situación del 'leproso medieval, haciendo sonar su campa– nilla por todos los caminos transitables para poder ser evitado. San Fran– cisco recuerda en el Testamento su actitud inicial muy contraria a los leprosos y su respuesta a la llamada que le exigía ir a su encuentro. Dice así: «Cuando yo me hallaba envuelto en pecados érame muy amargo ver los leprosos. Pero el Señor me llevó entre ellos y con ellos practiqué la misericordia» (Test 1-2). Ante este pasaje, que cautiva, comenta el filósofo: «Lo que nos admira siempre en san Francisco es advertir cuán humanos son sus sentimientos. Siempre muy cerca de nuestras deficiencias. Pero nunca condena nada, no maldice de nada. Cede inicialmente a la vivacidad de los movimientos espontáneos, a las primeras repugnancias de la carne y del corazón. Pero poco a poco las va fundiendo con la ternura de su alma, hasta !legar a participar en nuestras debilidades más secretas. Esto quiere decir que nos ha dado una solución al problema del mal, no porque lo haya negado, como pudiera hacerlo un despreocupado optimismo, pero tampoco porque lo haya combatido con el empuje de san Jorge, luchando con el dragón. San Francisco toma un camino propio en esta lucha contra el mal. Con la inmensa fuerza de su amor se desposa con el malvado, por altanero y soberbio que se mostrara, para doblegarlo y conducirlo a la fuente viva que lo vivificara y amansara. Fue lo que hizo con la ferocidad del lobo de Gubbio. Todo un símbolo de la actitud de san Francisco en la lucha contra el mal. No aniquila al monstruo. Lo doblega, hace que se ponga de rodillas, como tantas veces y de diversas maneras lo han visto artistas y literatos» (CS, pág. 82). · La evocación de la fraternidad franciscana se hace en este momento ineludible. Máxime ante un mundo más hambriento de fraternidad que de pan. Lavelle, al analizar una de las manifestaciones de esta fraternidad, la de la no-resistencia, evoca a Tolsto'i y al Mahatma Gandhi. Bien podemos evocar a estos hombres históricos, ;i recordarnos que la obra más conocida del Mahatma indio es la que lleva por título: Todos los hombres son her– manos. Añorada y reclamada la fraternidad por la política de nuestros días, es muy de notar que desde hace siete siglos ésta ha sido y seguirá siendo uno de los mensajes primarios del franciscanismo. Lavelle lo ha compren– dido con hondura, al ver que éste es una sociedad en su momento más verdadero, es decir, cuando Uega a ser fraternidad. Sólo en la fraternidad halla plenitud humana la unidad y la concordia, una de las metas de la ontología de Lavelle y una de las máximas vivencias del franciscanismo (CS, pág. 62). Dos actitudes, digamos para concluir de comentar estas reflexiones de Lavelle, parecen entreverse por los caminos de la santidad. En la primera Dios es el Gran Ausente, por el que el alma suspira y al que tiende como

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