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406 E. RIVERA para con todos. De esta suerte crea un clima de paz al aflorar al exterior el sentimiento beatífico de que está inundado. 25 La historia nos habla en gran esti'lo de que el alma franciscana, al tomar los caminos de la bondad y del amor, creó en torno a sí un ambiente de paz. Nada de maravillar, por tanto, que Francisco, en el momento de la despedida última, a-1 volver sobre su vida pasada, pueda recordar a sus frailes: «El Señor me reveló que dijéramos este saludo: El Señor te dé la paz» (Test 23). Penetra Lavelle en el alma de san Francisco para percibir cómo la alegría había reconciliado en él las tendencias más opuestas de su espíritu, de tal suerte que este equilibrio interno hizo que madurara en él una per– sonalidad muy relevante y al mismo tiempo enteramente sumisa a las exi– gencias de la obediencia. Una calma activa no se distinguía en él de una entusiasta efusión, una voluntad firme no le impedía el abandono al querer divino, una simplicidad ingenua nunca era un obstáculo a su audacia sobrenatural (CS, pág. 78). Este clima de alegría en el que se transparentaba una dulce paz motiva el que la oración de san Francisco se coloree de poesía y llegue a trasfor– marse en canto de alabanza. San Francisco se trueca entonces en el «trova– dor de Dios», pues la presencia divina que lo inundaba le impelía a desaho– garse en himnos de júbilo. Los biógrafos del santo han recogido con de– tención este momento de su espiritualidad, como cuando relatan su procla– mación de «heraldo del gran Rey», ante los bandidos que le asaltan (1 Cel 16). Lavelle observa que 1a oración de san Francisco no tuvo por primaria finalidad rumiar sus penas ante el Señor, ni siquiera estuvo motivada por peticiones precisas, excepto en algunas situaciones excepcionales. Cuando el alma subía a las cimas de la oración, ésta se transformaba en alabanza al Padre de los cielos y en acción de gracias por su bondad. Era este el senti– miento primario que irradiaba al exterior aquella alma pacificada (CS, págs. 78.99). Ello, sin embargo, no eliminaba de la conciencia de san Francisco la rea– lidad de su miseria y de su pecado. De aquí el esfuerzo, en ocasiones el arrepentimiento amargo, que acompaña a la vida del santo dentro de su inquebrantable paz. Contra lo que algunos han podido pensar, el ideal fran– ciscano es austero y vigoroso. Ahora bien, este vigor adquiere su máxima eficacia cuando el hombre, olvidándose de su situación trágica, sale a sem– brar la paz en otros corazones, aún más necesitados de la misma (CS, pág. 79). No puede, por consiguiente, hablarse de un optimismo ingenuo al enjui– ciar a san Francisco. Lo original de su mensaje, afirma Lavelle, consiste en ser la más alta afirmación que pueda ser hecha del va'lor del ser y de la vida, tal como lo hemos recibido de la mano de Dios. Este no se halla oculto detrás del mundo. No se proclama al Creador maldiciendo de la 25 La présence totale, 233-236.

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