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402 E. RIVERA del que somos parte minúscula, pero muy noble. Con frase iluminada afirma Lavelle que este acto no es tan sólo un don que hace el alma para perderse en el Ser Pleno, sino un acto por el que a sí misma se crea. Recuerda esta metafísica la sentencia evangélica que afirma ser necesario perder el alma para salvarla. Es que el acto de la libertad, por la que el alma se despoja de todo, trocada en donación total al Absoluto, no es una mera renuncia a la propia posesión, sino un desbordar de sí misma en movimiento de amor hacia la Presencia Total que le atrae (CS, pág. 72). Esta actividad del alma tiene por enemiga a la ociosidad, afirma Lavelle. Esta nos deja solos ante nosotros mismos y a merced de la asechanza maligna que muy pronto penetrará en nuestro interior. De nuevo acude el filósofo a la pobreza franciscana para decirnos que ella nos manda trabajar y servir. No importa la clase de trabajo que haya de realizarse. En confir– mación de lo cual Lavelle cita, de memoria y al sentido, el capítulo VII de la Regla de 1221: «Que cada cual permanezca en la profesión y en el oficio a que ha sido llamado.» Lo importante para este pensador es que todo trabajo es una actividad, y esta actividad es siempre una actividad creadora, una colaboración a la creación perenne de Dios en el mundo (1 R 7, 3). Para ponderar la significación de la actividad franciscana recuerda La– velle que esta espiritualidad subordina el conocimiento a la acción. Pudo haber recordado la tesis de san Buenaventura, compartida por Duns Es– coto, sobre el sentido último de la teología como saber práctico. Pero se limita a recoger un texto clásico, comentado por san Francisco, según se lee en el Espejo de perfección: «Tanto sabe el hombre cuanto obra» (Tan– tum scit hamo quantum operatur) (EP, 4j). De aquí se eleva a lo más alto de su ontología para afirmar que la acción nunca debe ser utilizada como simple medio para conseguir algo. Es ella un bien en sí, al margen mismo de su éxito o de su fracaso. Porque el valor supremo de la acción pro– viene de que ella es imitación de Dios que obra siempre, una participación de su voluntad y de su esencia. Las mismas fuerzas de nuestra actividad son dones de Dios, que nos incitan a que respondamos a la llamada divina de colaborar a la gran obra de la creación. Como final de esta reflexión, que Lavelle toma de la entraña de su ontología, 19 vuelve su mirada a Fran– cisco para ver en él, no tan sólo al santo dulce, resignado y comprensivo, sino también al santo resuelto y pronto, impulsivo y aventurero, en todo momento infatigable (CS, pág. 73). En este ejercicio pleno de la libertad ve Lavelle la conjunción de dos conceptos metafísicos que casi siempre andan reñidos en el pensamiento de los filósofos: el de necesidad y el de libertad. Precisamente porque la libertad en su ejercicio más perfecto no está supeditada a ningún elemento extraño a la misma, va de modo indefectible a su meta: la presencia del Absoluto. De esta indefectibilidad brota la necesidad íntima de la libertad hacia su bien pleno. Pero es un absurdo pensar que esta necesidad, que es 19 De l'acte. Cha. XI: La participation et la liberté, 177-198.

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