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500 JOSÉ ANTONIO ECHEVARRÍA Pero no. La responsabilidad de Superior de la Orden en España le ha– ce volver a Andalucía. Otra vez, pues, a pesar de los años y los achaques, a misionar como si fuera un joven y a reforzar la todavía frágil Orden con sus consejos, con su experiencia y el ejemplo de su vida santa que a todos cautivaba. Se estableció en Sanlúcar de Barrameda. Y hay que notar y destacar una cosa: la ciudad que un día se le rindió fervorosa en la misión, consiguió luego conquistar plenamente el corazón del viejo apóstol. Cosa llamativa. El austero navarro entendió pronto y se compenetró perfectamente con aquellas gentes, tan distintas en carácter y en expresiones de religiosidad. Las amó entrañablemente, hasta el punto de que, en el verano de 1880, es– tando en Antequera y sintiéndose muy enfermo, manifestó: -Quiero morir entre mis hijos... Y estos hijos eran los sanluqueños. Esos mismos que en la mañana del 7 de octubre, cuando las campanas doblan tristemente, le lloran como se llora la muerte de un padre y le re– zan como se reza a un santo... * * * * Mas antes de cerrar el féretro que acoge su cuerpo cubierto de flores, . hay que verlo tal como era. Podemos hacerlo con total garantía, Fotógra– fos y pintores nos dejaron su retrato físico. Compañeros y contemporáneos hicieron su retrato moral. Con todo ello podemos contemplarlo a satisfac– ción. Era de estatura elevada, de hermosa fisonomía sonrosada y de consti– tución robustísima; enjuto y resistente como un roble de su montaña na– varra; cabello rubio, abundante en la cabeza y más abundante aún en la majestuosa barba, que con el correr de los años y las fatigas se le vol– vió blanquecina como una cascada de espuma. Algunos han querido ver, románticamente, en su figura el prototipo idealizado del capuchino tradi– cional. Poseía una voz fuerte, vibrante y sonora, que arrebataba unas veces, conmovía otras, y siempre se hacía caricia para los pobres pecadores. Su oratoria era directa, sin florituras, auténticamente evangélica y popular. De gran austeridad consigo mismo, nunca se mostró adusto con los de– más. Al contrario, todo él expandía bondad, puesto que ahí estaban los la– tido de un corazón noble y sensible como pocos y... ¡aquellos ojos! Algo inefable y singular había en ellos, porque todos, biógrafos, com– pañeros y testigos, los ponderan con admiración. Sin duda, los ojos trans– parentaban un alma transida de ternuras, inundada de amor a Dios y al hombre, y... de tantas cosas, que los hacían atractivos e irresistibles.
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