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SEMBLANZA DEL VENERABLE PADRE ESTEBAN DE ADOÁIN 499 presa en los mayores, quienes, al cabo de cuarenta y dos años, volvían a contemplar el hábito pardo de los hijos de Francisco de Asís. Como detalle humano, digamos que, en cuanto pudo, caminó hasta su querido valle montañés; y al asomarse a él desde la altura de unos pica– chos, se arrodilló y rezó un Tedeum con gratitud emocionada. Lo recordáis, sin duda. A sus veinte años había dicho en la despedida a los vecinos: "Quiero ser capuchino. Algún día mi pueblo tendrá un santo". Ahora, anciano de sesenta y ocho años, volvía a los suyos emocionado, estremecido de cariño y nostalgia por la tierra nunca olvidada. Ha cumpli– do lo de ser capuchino, ¡y que capuchino, dios bendito! ¿También lo de santo? Sólo Dios, que lee en lo escondido, lo sabe. En todo caso las gentes lo tienen por tal por dondequiera que va. El celoso apóstol, que no puede estarse mano sobre mano, organiza al punto una misión para su valle en el céntrico santuario de Santa Fe, que se– gún anota en sus cuadernos, es recibida "con gran entusiasmo y concu– rrencia de todos los pueblos". A esta misión siguieron otras en villas importantes de Navarra, con fru– tos extraordinarios de paz y ejemplares de reconciliaciones públicas. El viejo misionero, curtido en mil trabajos apostólicos se emocionó profun– damente ante la fe recia, la religiosidad y la nobleza de sus paisanos. A todo esto, razones de tipo político aconsejan trasladarse a Andalu– cía, donde, al parecer, será más asequible iniciar por las tierras del sur la deseada restauración de la Orden. Afortunadamente las previsiones se cumplieron. Tras la apoteósica misión en Antequera, el pueblo todo, entusiasmado, reclamó la vuelta de los capuchinos. La alegría del padre Esteban y com– pañeros fue enorme al recuperar el viejo convento. Sus afanes comenza– ban a fructificar. Poco después la misión en Sanlúcar de Barrameda fue aún más espec– tacular: conversiones sorprendentes, odios inveterados que se diluyen en lágrimas y públicos perdones, y, por descontado, los fervorosos calores po– pulares. Y, como por añadidura, el convento de la ciudad que también se recobra, pese a las dificultades de orden legal y económico. Los sanluque– ños festejaron por todo lo alto el acontecimiento. Luego vendrían, con pasos rápidos, la apertura de otros cenobios, novi– ciados y casas de formación en Castilla, Valencia y Cataluña, pero lo que más alegró el corazón del padre Esteban ocurrió en verano de 1879, al re– tornar en posesión de forma solemne y multitudinaria el vetusto convento de Pamplona, para él tan entrañablemente recordado siempre. Quizás pensó que allí podía vivir los últimos años de vida, en una ple– na observancia regular, a solas con Dios y con los hermanos, en aquellas pequeñas celdas y estrechos pasillos tantas veces recorridos en su juven– tud.

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