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SEMBLANZA DEL VENERABLE PADRE ESTEBAN DE ADOÁIN 497 de cuerpo o de alma. Y para remate el extensamente confesionario con do– ce o catorce horas cada jornada durante días al concluir la misión, tarea só– lo soportable por quien vive de la fe y de un encendido amor a las almas. Luego, sin pararse a descansar, otra vez al camino, y a otro valle, y a otro pueblo para una nueva misión. Así durante más de treinta años, en tierras de extremado calor húmedo, donde el paludismo y otras enferme– dades acechan traicioneras. Venezuela, Cuba, Guatemala y El Salvador se beneficiaron de las gra– cias de amor y perdón que Dios derramaba a través del padre Esteban y compañeros. Un apóstol impar, cuya andadura evangelizadora sorprende y anona– da, hasta el punto de parecer cosa de fábula si no tuviéramos a mano la prueba de su realidad en los cuadernos íntimos donde fue anotando con humildad y sencillez nombres y datos, al tiempo que omitía hechos prodi– giosos. Justo a esto se apiña la testificación escrita de religiosos compañe– ros o súbditos y de no pocos contemporáneos que le trataron en ambos continentes. Se puede asegurar que con este hombre a Dios se la va la mano a la ho– ra de dotarlo de apropiadas cualidades, como luego veremos, para la difícil tarea encomendada. Entre tanto, cabe recordar aquí, siquiera sea con brevedad, unos he– chos que nos parecen esclarecedores de la personalidad del padre Este– ban. EnVenezuela, las autoridades civiles, imbuidas de espíritu liberal y ma– sónico, lo apresaron y condenaron a la cárcel por el tremendo delito de predicar el Evangelio y denunciar el pecado. La reacción del misionero navarro fue rápida y genial, con una punta de ironía que desconcertó al Pilato de turno. -Señor ministro, ¿está Dios en las cárceles de Venezuela? -Dios está en todas partes -rezongó incómodo y malhumorado el mi- nistro. -Pues entonces, vamos allá, que estaré bien. Y a la cárcel fue, si bien por pocas semanas, pues el pueblo se alborotó y exigió la libertad del querido capuchino. En El Salvador hizo enmudecer el volcán Izalco en momentos en que sus estruendos subterráneos atemorizaban a la gente e impedían la escu– cha de la predicación. El padre Esteban, alzando la mano con el Santo Cristo hacia la humeante montaña, conminó con voz potente: -¡En nombre de Dios... calla, y deja oír la palabra divina! Y el volcán enmudeció al instante. Una noche, en Guatemala, los ocho religiosos del convento de La An– tigua, fueron desalojados a punta de bayoneta por orden del gobierno, que había decretado su expulsión del país "por razones de alta política"(¡).

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