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SEMBLANZA DEL VENERABLE PADRE ESTEBAN DE ADOÁIN 495 marcando paso a paso un camino que él estaba dispuesto a recorrer ani– mosamente hasta el final. De sus tiempos de estudiante de teología es la conversión que obtuvo de un preso en la cárcel de la ciudad. Conversión que fue muy comentada. Un joven homicida, condenado ya a muerte, se mostraba impenitente irreductible, aun a sabiendas que tenía las horas contadas. Nuestro capu– chino, llevado de un explosivo celo apostólico, obtuvo permiso para verle. Habló al reo con caritativa dulzura, insistiendo en consideraciones y rue– gos. Todo inútil. El homicida, frío y lejano, parecía hecho de mármol. En– tonces Fray Esteban, en un pronto que le sale del corazón, se arrodilla an– te el Cristo y clama lloroso: -¡Perdón, Señor para un alma que se pierde! Y desnudándose de medio cuerpo arriba, comienza sin piedad a fla– gelarse la espalda, que se desgarra al golpe seco de las disciplinas. A la vista de la sangre y de las súplicas, el pecador cede, cae de hinojos ante el capuchino, le abraza y pide a gritos confesión. * * * * Tenemos que situarnos ahora en la turbulenta década de 1830. Los cambios de gobierno se suceden a bandazos como fruto de la inestabilidad política y de los sables militares. La primera guerra carlista se desarrolla con salvaje crueldad en ambos bandos. El sectarismo liberal se alza feroz en la desamortización de los bienes eclesiásticos y la supresión de conven– tos y posterior expulsión de órdenes religiosas, con sus secuelas de desma– nes e injusticias, que culminan con la trágica matanza de frailes en Madrid y otras ciudades. En tales circunstancias, no es de extrañar que los cincuenta y tantos ca– puchinos de Pamplona (el padre Esteban entre ellos), ante la disyuntiva de expatriarse o exclaustrase despojados del hábito, opten por salir del con– vento una noche de agosto; y al buen andar que permiten la impedimenta y la oscuridad de la noche, ganen los montes y lleguen a Vera de Bidasoa, a un tiro de piedra de la raya con Francia. De momento se creen a salvo, pero por poco tiempo. Las tropas cristi– nas se acercan amenazadoras, lo que acons~ja una inmediata dispersión, bien por el sur de Francia o bien por la zona montañosa de Navarra. Por lo pronto una casa del Señorío de Bértiz (valle de Baztán), oculta entre la frondosidad del bosque, sirve al padre Esteban y varios compañeros de eventual refugio y centro de operaciones apostólicas en distintas parro– quias. Ocurre, no obstante, que esta situación de exclaustrado se por demás extraña a quien añora con todo el alma el convento, la vida comunitaria, el
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