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SEMBLANZA DEL VENERABLE PADRE ESTEBAN DE ADOÁIN ADOÁIN es una aldehuela, escondida en un valie del norte de Nava– rra, al pie de los Pirineos. El 11 de octubre de 1808, todos los vecinos se congratularon con el jo– ven matrimonio Marcuello-Zabalza ante el nacimiento del segundo hijo. El bebé se ibá a llamar Pedro Francisco. Setenta y dos años después, en un 7 de octubre, allá en el sur de Espa– ña, los habitantes de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), se unirán, en sentido duelo esta vez, cuando las campanas de la ciudad doblen tristemente anun– ciando la muerte de un sacerdote capuchino. ¿Qué caminos ha hollado el pequeño Pedro Francisco hasta acabar su andadura como padre Esteban de Adoáin, lejos de sus montañas, a orillas del mar, en la pobre celda de un convento? Aparentemente todo se reduce a un simple trueque de guarismos -cu– na en 1808, tumba en 1880- como exponente de una vida sin importancia. ¿Fue así, en realidad? ¿O nos hallamos ante una excepción de la natu– raleza y una maravilla de la gracia divina, uno de esos hombres fuera de se– rie que surgen como por milagro en cada siglo? Porque, en la misma hora en que doblan las campanas, ya andan diciendo los sanluqueños que ha muerto un santo. Y, por si fuera poco, las gentes no cesan de desfilar devo– tamente ante el féretro en los tres días que se muestra descubierto en la iglesia, y se llevan, a la descuidada, como preciada reliquia las flores y tallos que pretenden aliviar la tristeza de un desnudo ataúd. Sin contar con que ya los más osados comienzan a cortar mechones de la exuberante barba del difunto y trozos de hábito, por lo que es preciso organizar una guardia que lo proteja. -¡Era un santo, un santo!- musitan entre plegarias y lágrimas. ¿Decían verdad? ¿O era simple emoción contagiada, o esa típica y tó– pica exageración expresiva del pueblo andaluz? EsnmIOS FRANCISCANOS 103 (2002) 493-501

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