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108 M IGUEL A NXO P ENA G ONZÁLEZ Studia Philologica Valentina Vol. 23, n.s. 20 (2021) 103-125 también, a las que miraban a la salvación eterna. Entiende que de la manera cómo se estaba procediendo, se dirigían a la condenación eterna, pero llevando también consigo a estos infelices. Vuelve sobre el recurso a la elocuencia, presentando al soberano la praxis de otras naciones, mientras que él, que ostenta el título de Rey Católico —de facto— está permitiendo dichas atrocidades. Concluye claramente en un tono parenético, en el que busca que esto pueda servir también como ejemplo en otros lugares y situaciones análogas. El discurso aquí es muy sencillo: incluso aquellos que son tradicionalmente considerados bárbaros, se sujetan al “suave yugo del Evangelio”. De esta manera, su predicación alcanza a un auditorio mucho más amplio que aquel que tiene ante sí. La profesora Moreno Orama, a este respecto afirma que: “su escritura se configura para discutir tanto las bases del derecho indiano como la configuración jurídica del amerindio, y para retar así las convenciones normativas” (Moreno Orama, 2016: 53). Estando de acuerdo con esta idea, creemos que debería referirse a su discurso, pues este se podía concretar de manera oral o escrita. Es importante hacer notar cómo, tanto en la defensa de los indios como posteriormente en la de los negros, Francisco José de Jaca comienza por hacer notar que él está cumpliendo una tarea que le ha sido confiada y, en este sentido, recurre a la obediencia que ha recibido de sus superiores y, por lo mismo, también del rey. No se puede perder de vista que, el ministerio apostólico entre los capuchinos era un oficio para el que se hacía una meticulosa selección. Según la legislación de la propia orden para este oficio podían ser elegidos solamente aquellos que sobresalían en los estudios sagrados y en la oración, normas que se cumplían rigurosamente (Cuthbert, 1930: 396). El predicador capuchino, en su propia formación para dicho ministerio, era convencido de su papel singular como profeta de Dios, por lo que la predicación era entendida como una continuación de la acción del mismo Cristo. Se trataba, por lo mismo, de un instrumento de salvación. De esta manera, la actitud del capuchino respondía al ideal promovido por la propia reforma a la hora de afrontar la predicación, que se componía de recursos sencillos, pero acompañados de una coherencia de vida e, incluso, de una imagen externa intachable. Toma la pluma con la intención, podríamos decir, de tomar partido por el débil al tiempo que presenta su visión de los hechos, que no ha de ser entendida exclusivamente en una línea de narración o descripción histórica, sino que va acompañada de un modelo de actuar cristiano, con un manifiesto resabio profético. Al predicador le corresponde dominar las voluntades, lo que ha de lograr por medio de la persuasión, de la retórica apropiada, que supone también pronunciar palabras que resultan duras y generen tensión y conflicto. Esto era algo que ya había puesto de relieve Erasmo cuando en su Ecclesiastes había afirmado que el orador cristiano debía instruir a los hombres sobre la naturaleza y alcance del mal en cuestión, proponiendo un método de corrección, al tiempo que había de resaltar los beneficios y virtudes relevantes, pues se entendía que “nadie puede ser movido o entusiasmado por lo que no comprende ni cree”. 2 2 “Nullus enim delectatur aut movetur iis quae non intelligit aut non credit” (Erasmus Roterodamus, 1962: col. 859F. Véase, Weiss (1974: 97).
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