BCCCAP00000000000000000001463

106 M IGUEL A NXO P ENA G ONZÁLEZ Studia Philologica Valentina Vol. 23, n.s. 20 (2021) 103-125 por la salvación de los fieles que, en este caso, suponía dos cuestiones: promover la libertad de aquellos que se encontraban sometidos a servidumbre y, por otra, suscitar la salvación de aquellos que ocupaban una situación de privilegio. Esa inquietud pastoral por el auditorio hace que Jaca tome conciencia de que no puede menos que apelar al que podía cambiar la situación, el soberano. De esta manera, la mirada evangélica no descuida el oportuno recurso a las leyes que han sido dictadas para la protección de los naturales de aquellas tierras. Jaca evita atacar directamente al rey; parece que no quiere hacerle cómplice de dicho comportamiento, aunque sí sembrar en él la duda moral, particularmente en relación al cumplimiento de la legislación vigente por parte de algunos de sus vasallos. Es obvio que, en su intención, tiene una clara certeza moral: la libertad de toda humana criatura. No se podía obviar que, en este sentido, aquellos que estaban siendo oprimidos también eran sus vasallos y, por lo mismo, sujetos de derechos y deberes. Es por ello que recurre a la elocuencia, pues ya Aristóteles había identificado en ella la capacidad para distinguir lo bueno de lo malo. Esto, en la tradición cristiana, había sido asumido por aquellos que desempeñaban el ministerio de la predicación. Igual que en el caso de Las Casas, se trataba de una predicación escrita, que tenía muy presente el género admonitorio que requería de aquella prudente combinación entre instrucción con tacto y represión suave. Por ello pone ante los ojos del soberano una escena digna de compasión, que tiene la función de conquistarlo para su causa, logrando un cambio de actitudes y el desarrollo de las virtudes propias de un cristiano: “Y cierto, que sin saber ni cómo ni porqué camino, se entró por esta ciudad en mi pobre retiro, viniendo de los montes o hatos, un indio a quien viendo tan desfigurado y desnudo, con un clavo en mi corazón me adelanté a preguntarle quién era. No ignorándolo yo, por las noticias comunes que de lo referido tenía. Díjome era esclavo. Aquí prorrumpí en impaciente desconsuelo, a que en adelanté a preguntarle quién lo hacía esclavo. Y me repitió que el encomendero lo tenía por tal, a sí y a sus pobres hijitos, y que como a tales les trataba. A quien, aunque yo con cautela reservada no quisiera creer, hízome dar crédito a ello su desgraciado traje y semblante. Consoléle lo mejor que pude y enviéle en paz, aunque cargado de sus penas, pues yo no podía hacer más. A este talle, señor, pagan los pobres con tiránicas esclavitudes su natural libertad, como si en ellos fuera mortal culpa”. (Jaca, 2002: 77-78) El misionero pretende que el rey y sus consejeros se conmuevan, tengan entrañas de misericordia y puedan encontrar la manera de frenar estos excesos. Los abusos, tanto en un plano humano como religioso, resultan obscenos. El que lo escucha, al igual que el que lo contempla no puede permanecer impasible. El misionero se está valiendo del genus grave de la retórica eclesiástica que, como pusiera de relieve Santa Arias aplicándolo a Bartolomé de Las Casas, su “característica principal es la escritura que despierta alguna pasión, pero no ofusca la verdad” (Arias, 1991: 35). La escena mueve a la compasión, pero también llama a la acción y a la oportuna búsqueda de soluciones, que han de venir de la mano del soberano y de sus instituciones. Como afirma Moreno, “Jaca utiliza los preceptos cristianos como vehículos retóricos e ideológicos para redefinir las categorías

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz