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328 ALEJANDRO VILLALMONTE Correlativamente y con igual intensidad se coafirmaba la total limpieza de pecado y se buscaba poder afirmarla también desde el inicio primero de la existencia. Ahora bien, en el horizonte mental (religioso-teológico y cultural, en gene– ral) que ofrecíán la caritología y hamartiología de siglos pasados, especialmente medievales, había algo que impedía llamar a María Santísima. sin limitaciones en tiempo y densidad, tanto en su vertiente positiva como en la negativa de la santidad: la firme creencia en el pecado original. Como el pecado original es una fuerza de pecado presente y operante en cada hombre que llega a este mundo, nadie era exento de todo pecado si no era exento también del pecado original. Para la hamartiología de entonces la victoria total sobre el poder del pecado habría de realizarse en estos tres momentos espec_íficos, concretos, típicos en que tal poder se manifestaba con fuerza: 1) la forma más percepctible, experi– mentable y peligrosa era la del pecado personal grave; 2) pero también se sentía experimentalmente el impulso maligno hacia el pecado bajo la presión del fomes del pecado; 3) en el fondo y raíz misma del ser humano estaba el pecado de naturaleza, el pecado original. Los tres momentos eran independientes, copre– sentes y cooperantes el uno en el otro. El pecado personal se consideraba moralmente necesario, inevitable, por la presión ejercida por el fornes del pecado, que creaba en el ser integral del hombre, cuerpo-espíritu una «fortis– sima peccandi necessitas». Pero los impulsos anímico-corporales del hombre están cargados de tal fuerza empecatadora por efecto del pecado original. En la concepción agustiniana dominante el pecado original no era un simple caren– cia de ciertos dones/energías sobrenaturales, sino una positiva vulneración del ser integral del hombre, incapaz de dominar las tendencias egoístas hacia el mal. Santo Tomás concibe el pecado original como un «habitus operativus malus»; una fuerte, estable, energía, presente en el hombre, y que les impulsa pertinaz– mente hacia el mal. En este contexto se comprende que tenía que discutirse también la presen– cia o no del pecado en María, al llegar ésta a la existencia, en el primer instante de su ser. Y, por cierto, en la forma tenaz y con los argumentos que son bien conocidos a uno y otro lado de la solución. Pero advirtamos el papel mera– mente funcional y subsidiario que se le asignaba a la discusión sobre el pecado «original» en María: se le rechazaba en cuanto, creído como forma real y objetiva de pecado, impedía la perfectísima impecancia de María y su condición de Virgen santísima, de perfectísima y eminentísima redimida por obra del perfectísimo Redentor. No había más que una forma de eliminar la secular discusión en torno al pecado original en María: negar que exista esa forma concreta de pecado, el llamado «original». Pero esta alternativa era absolutamente impracticable en el

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