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282 L. IRIARTE El siglo xvr, individual en todo, podría ser definido como un siglo ali– túrgico. Los capuchinos se pronunciaron desde el principio por un re– chazo neto de todo aparato externo en las celebraciones comunitarias y contra la multiplicidad de «oficios de gracia» y de rezos vocales. En cuanto a éstos, advertían las Constituciones de Albacina que los hermanos que quisieran satisfacer su devoción en esa forma, los dijeran «para sí, o con otro compañero, fuera del coro, con el fin de no molestar a los que estuvieran en la iglesia o en el coro dados al ejercicio de la oración secreta o mental». Y esto, «para que los hermanos, todos juntos, digan con mayor devoción y con las debidas pausas el Oficio de obligación de la Regla y luego dispongan de más tiempo para la oración privada y men– tal, mucho más fructuosa que las oraciones vocales» (n. 3). El oficio divino debía recitarse en tono recto, sin modulaciones, lo mismo en los días feriales que en las fiestas, pausada y gravemente, «sal– modiando más con el corazón que con la boca» (Albac. n. 2s; 1536 n. 36). El órgano y el canto quedaron desterrados. La misma nota de austeridad y de recolección regía en la celebración de la Misa. Pero, en medio de esa reacción contra el ritmo monástico de las celebraciones, los capuchinos supieron valorar el sentido comunitario del culto divino, en especial de la Misa. San Francisco había mandado, en la carta a toda la Orden, que en cada lugar no se celebrase más que una sola Misa, aun cuando hubiera varios sacerdotes; y esto, para evitar que la fraternidad se disgregara en el momento más intenso de la unión entre los hermanos. Las Constituciones de Albacina, citando expresamente ese documento, decían: «Ordenamos que se diga una sola Misa en la igle– sia según la costumbre y uso de la Orden. Y si los hermanos sacerdotes se contentaran con asistir a esa única Misa, a lo cual san Francisco exhorta con el beso de los pies, ordenamos que los hermanos sacerdotes no sean obligados por los prelados a celebrar Misa, excepto en las solemnidades o cuando lo exigiera la necesidad, o ellos se sintieran movidos por de– voción... » Y para que este criterio se observara, se añadía la prohibición de reci– bir encargos de misas y celebrar misas u oficios para atraer a la gente a los eremitorios o a los lugares donde moran los hermanos (n. 6). Naturalmente, duró poco esta práctica. La celebración de la Misa era una necesidad de la piedad individual de los sacerdotes fervorosos; de ella haría san Lorenzo de Brindis el cauce imprescindible de su piedad y de su contemplación mística. En la concelebración no podía ni pen– sarse en equella época. Todo se subordinaba a la oración mental. Los maestros de la nueva reforma, Bernardino de Asti, Juan de Fano, Eusebio de Ancona, la con– sideraban como el fin de la Regla y aun de la vida religiosa en general; y se fundaban en la cláusula del mismo san Francisco en la Regla: «Lo que más importa es orar siempre a Dios con corazón puro y mente lim-
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