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292 L. IRIARTE Esta conjunción feliz de renuncia y de gozo en la convivencia fra– terna, difícil de comprender para quien no capta el dinamismo evangélico en profundidad, supieron realizarla las primeras generaciones capuchinas. Los cronistas nos ofrecen cuadros sorprendentes de ingenuidad, esponta– neidad, compenetración y ayuda recíproca, de manifestaciones de amor fraterno hasta la ternura, en un clima de alegría y de sencillez. Al recobrar la espontaneidad original, hallaron absurdos los conven– cionalismos de precedencia, jerarquías, exenciones y todo cuanto afea la igualdad fraterna, incluso la diferencia entre sacerdotes y no sacerdotes en el interior del grupo. En los primeros decenios, gran parte de los su– periores locales eran hermanos legos, y ellos iban también como delega– dos a los capítulos, hasta que el Concilio de Trento puso fin a esta práctica. Se volvió también decididamente a los orígenes en el modo de concebir la autoridad de los «ministros y siervos». Lo expresaban las Constitucio– nes muy exactamente: «Porque, según la doctrina de Cristo, humilde Señor nuestro, los prelados cristianos no deben ser como los príncipes gentiles, que con la dignidad se crecen, sino que tanto más deben abajarse cuanto mayor es el peso que llevan sobre sus hombros y pensar que, si los demás hermanos deben obedecer a su prelado, éste debe obedecer a todos los hermanos ... y servirles en toda necesidad, sobre todo en lo espiritual, a ejemplo de Cristo, que vino a servirnos y a dar por nosotros la propia vida. Por lo cual se exhorta a todos los prelados a ser ministros y siervos de todos sus hermanos, lo cual cumplirán si, según la doctrina del seráfico Padre, administran espíritu y vida a sus súbditos con el ejemplo y con la doctrina» (n. 101). Mientras los responsables de la nueva reforma vieron un valor primor– dial en esa sencillez y compenetración, fruto de la pobreza, se prefirió un número reducido de hermanos en las fraternidades locales, pero cuando, cediendo al conventualismo, fue sobreponiéndose la «observancia regular» como preocupación central en la dinámica de la comunidad, se optó por grupos numerosos en cada casa. Es interesante esta evolución. Las Constituciones de Albacina fijaban en siete u ocho el máximo normal de hermanos; en las ciudades grandes se consentían fraternidades de diez o doce; y ello «para que se observe más cómoda y fácilmente nuestra pobreza, según la voluntad de nuestro Padre» (n. 54). Las de 1536 establecían: ni menos de seis ni más de doce, «a fin de que la pureza de la Regla, con el debido orden de las cosas divinas, mejor se observe, juntamente con la altísima pobreza». Eso sí, el grupo debía estar animado de la auténtica caridad evagélica: «Congre– gados en el nombre del dulce Jesús, haya entre ellos un solo corazón y una sola alma, esforzándose siempre por tender a una mayor perfección. Y para que se acrediten de verdaderos discípulos de Cristo, ámense cor– dialmente, soportando los defectos el uno del otro, ejercitándose siempre en el amor divino y en la caridad fraterna, esforzándose de continuo por

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