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238 SERAFÍN DE AUSEJO bastante distinto del que solían tener esas palabras en los escritos o en los discursos hablados de otros autores contemporáneos suyos. 3. Yo me inclino a pensar que Francisco leyó esas palabras de san Pablo directamente en su lugar de la carta a los Romanos. Y las entendió, según costumbre de muchos exégetas de su tiempo, sencillamente corno suenan. Pero dándoles también, como se entrevé por el contexto, un matiz muy «sui generis», en conformidad con su mentalidad y espiritua– lidad propias. Y todo ello lo deduzco del contexto de todo este cap. 9 de la Regla II en que aparece la cita de san Pablo, y de comparar este capítulo con el cap. 17 de la Regla I. El título de ambos es «De praedi– catoribus», Los predicadores. Y la doctrina que en ellos impone Fran– cisco a sus hermanos y el espíritu que la anima son exactamente idénticos en ambas Reglas, aunque las palabras sean diversas. Había escrito el Seráfico Padre en su Regla I, cap. 17: «Ningún hermano predique contra la forma e institución de la santa Iglesia y a no ser que se lo haya concedido su ministro... Pero todos los hermanos prediquen con las obras ... Por lo que, en la caridad que es Dios, ruego a todos mis hermanos, predicadores, orantes, trabajadores, tanto clérigos como laicos, que procuren hu– millarse en todo, no gloriarse ni gozarse en sí mismos, ni exaltarse interiormente de las palabras y obras buenas; más aún, de ningún bien que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por ellos ... Guardémonos, pues, todos los hermanos de toda soberbia y vana– gloria; y defendámonos de la sabiduría de este mundo y de la pru– dencia de la carne, ya que el espíritu de la carne quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres ... » (vv. 1-12). Como se ve, es la humildad y la sencillez en el hablar, procedentes de una vida espiritual intensa, de una santidad interior profunda, lo que Francisco exige de sus hermanos en general, y muy especialmente de sus predicadores; y como base de todo ello, la humildad. Nada de prudencia según la carne ni de simple saber humano; sino espíritu sobrenatural y santidad de vida. En el cap. 9 de su Regla II, en forma mucho más breve, y concretán– dose más directamente a solos los predicadores, repite sumariamente los mismos preceptos: «Los hermanos no prediquen en la diócesis de un obispo cuando éste se lo haya prohibido. Y ninguno de los hermanos se atreva ab– solutamente a predicar al pueblo, si no ha sido examinado y aproba– do por el ministro general de esta fraternidad... Amonesto además

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