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VII. EL ESPÍRITU SANTO, «MINISTRO GENERAL DE LA ORDEN» Para san Francisco era esencial, en el concepto de fraternidad evan– gélica, la perfecta nivelación entre los hermanos en plan de igualdad. Llamaba al mundo «la región de las desigualdades»; por lo tanto, quienes han dejado el mundo para seguir a Cristo, unidos entre sí como hermanos, deben desconocer todo desnivel al interior de la fraternidad. 8 Por otro lado, tenía una fe viva y concreta en la realidad del Espíritu Santo presente en la Iglesia y en cada uno de los miembros de Cristo, en cada hermano; es :Él quien guía, con su «unción» y su «operación» a los hermanos, tanto súbditos como superiores, si cada uno es dócil a su «inspiración» y a su impulso.9 Y un día, explicando su pensamiento sobre este tema, tuvo una expre– sión feliz, muy oportuna para disipar ciertas situaciones ambiguas que se iban creando, sobre todo desde que él dejara el gobierno de la Orden, con– servando la autoridad moral y las atribuciones de fundador: el Espíritu Santo es el Ministro general de la fraternidad; :Él reposa por igual en todos y realiza la igualdad; de Él debe dejarse guiar lo mismo quien manda como quien obedece. Valía la pena ponerlo en la Regla; pero se le hizo comprender que era ya tarde: una vez que el pergamino de la aprobación pontificia había quedado sellado con la bulla (sello de plomo), no era ya posible ni añadir ni quitar nada al texto. La Regla había pasado a ser una «decretal» pontificia. Y debió de caer en la cuenta entonces de que termi– naba una época, aquella en que la Regla se iba haciendo y adaptando al ritmo de la vida de la fraternidad -verdadera «forma de vida»-, y de que comenzaba otra época, la de un documento ya cerrado -praeclusum, como dice Celano- que se podrá interpretar, pero no modificar; y él temía más las «glosas» de los prudentes a una letra fijada jurídicamente, que las adaptaciones del espíritu, siempre vivo, a las exigencias de la vida. Quería que en la Orden hallaran puesto los pobres y los igno– rantes al igual que los ricos y los sabios. «Ante Dios, decía, no hay acepción de personas; y el Ministro general de la Orden, que es el Espíritu Santo, reposa por igual sobre el pobre y el sencillo». Quiso poner esta cláusula en la Regla, pero la bulación ya hecha se lo impidió (2 Cel 193). En esta ocasión podemos suponer que los «ministros» se alegraron de que no hubiera posibilidad de incluir en la Regla una expresión, bella sí, pero poco jurídica, y hasta peligrosa. Por lo demás, Francisco ya había logrado decirlo suficientemente al escribir en el capítulo décimo: «Deben desear sobre todas las cosas tener el espíritu del Señor y su santa opera- ª Véase L. Iriarte de Aspurz: Vocación franciscana, Valencia, Selecciones de Franciscanismo, 1975, 2.ª ed., pp. 171-175. ' Ibíd., pp. 66-75. 17.7

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