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porque no son los sanos quienes tienen necesidad de médico, sino los enfermos (Mt 9, 12). Asimismo estén obligados por obediencia a enviarlo con un compañero a su custodio. Y el custodio atiéndalo con misericordia, como él quisiera ser atendido si se hallara en la misma situación. Pero si hubiera caído en algún pecado venial, con– fiéselo a un hermano sacerdote y, si no hubiere sacerdote, confiéselo a otro hermano, hasta poder hacer]o a un sacerdote que le absuelva canónicamente, como se ha dicho. Y éstos no tengan absolutamente potestad para imponerle otra penitencia que ésta: Vete y no peques más (Texto en H. Boehmer: Analekten, pp. 19 ss.). En este interesante texto hay, ante todo, una enmienda del capítulo veinte de la Regla primera sobre la confesión de los hermanos. Allí se determinaba que, en lo posible, la confesión se hiciera con un sacerdote de la Orden, pero se daba libertad para hacerlo con cualquier otro sacer– dote católico; y se preveía, como aquí, la confesión a cualquier hermano en espera de poder hacerlo con un sacerdote. En la Regla bulada sólo se recogen las primeras palabras; el resto habla de los pecados reservados a los ministros provinciales; éstos, si son sacerdotes, les imponen la penitencia, y si no lo son, se la hacen im– poner por otros sacerdotes de la Orden. Y se termina con una exhorta– ción a «no dejarse llevar de la ira y de la turbación por el pecado del hermano», como lo exige la caridad. Es evidente que el texto fue sopesado y limado, poniendo por fin el acento en la ayuda disciplinar que ofrecía a los superiores mayores el re– curso canónico de los pecados reservados; mientras que san Francisco se movía en el contexto de la ayuda fraterna al hermano culpable, tal como aparece en toda la Carta a un ministro. Pero este aspecto pastoral y cari– tativo se ha conservado en la cláusula final. V. EL DERECHO A «OBSERVAR LA REGLA PURA Y SIMPLEMENTE» Aquí también el testigo de excepción es fray León, pero esta vez su tes– timonio nos ha llegado a través de Angel Clareno, cabecilla de los «espi– rituales» en los comienzos del siglo XIV. La Regla primera, en el capítulo sexto, disponía que los hermanos que en un lugar «se vieran en la imposibilidad de guardar nuestra vida», debían acudir a su ministro y exponerle el caso; el superior debía ayudarles a buscar una solución, como a él le gustaría ser ayudado en ocasión similar. Se trata del derecho a la fidelidad a la propia vocación, a la «vida» prometida. Pues bien, cuando llegó el momento de hacer pasar ese punto a la Regla definitiva, Francisco quiso darle el valor de una garantía en manos de los hermanos celantes del puro ideal frente a posibles impo- 172

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