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HIJOS DE DIOS, HERMANOS DE LOS HOMBRES 409 del Reino. Es decir, que la humanidad puede tomar un rumbo nuevo si es capaz de relacionarse de una forma más solidaria. Cristo resucitado ha roto todas las barreras que existían entre los hombres, y su Espíritu es testigo eficaz de que esa igualdad ante Dios se lleve a término en el entramado social. Por eso no tiene sentido dividir a los hombres en clases y estamentos, ya que todos somos iguales por haber nacido de las mismas manos y estar destinados a formar la misma comunidad; pero, sobre todo, porque el amor de Dios es el mismo para toda la huma– r1idad. Francisco desplegó de una manera inmediata y concreta en la Frater– nidad este tipo de relaciones evangélicas, pero también las Clarisas vivie– ron ese mismo espíritu fraterno con su matiz femenino y enclaustrado. De Sta. Clara cuenta Celano en su Leyenda que por las noches se levan– taba para tapar a las hermanas y protegerlas del frío. Si alguna estaba en crisis, la consolaba y hasta llegaba a postrarse a sus pies para aliviar sus penas (LCi 38). Sin embargo, la Fraternidad de célibes no era la única posibilidad. Grupos de penitentes casados trataron de plasmar en su vida familiar y social esta nueva dimensión del Reino, donde la dignidad toma formas fraternas e igualitarias. En la Carta a todos los Fieles, Francisco les exhorta a poner en práctica el principio evangélico del amor fraterno: amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos (Mt 22, 39). Pero él sabe por experiencia que la fragilidad humana es impotente para ase– gurar este precepto de Jesús. El egoísmo radical del hombre ha hecho de la historia humana una historia de insolidaridades. Por eso Francisco, conocedor de la fuerza que tiene el «ego» personal de convertirlo todo en fin de sí mismo, les insinúa que, «si alguno no quiere amarlos corno a sí mismo, al menos no les haga el mal, sino hágales el bien» (2CtaF 26s). Nos podría parecer que Francisco no se hacía demasiadas ilusiones sobre el hombre; y en parte era verdad, si lo mirarnos desde la perspec– tiva que nos ofrece el mito de Adán y Eva: el hombre que no admite ser criatura, ser relativo, y se rebela contra Dios, el absoluto. Pero esta desastrosa opción por la autonomía existencial no es capaz de borrar la verdadera identidad del hombre, puesto que al hombre sólo puede hacerlo Dios, y ese amor creador no cesa de fluir a pesar de la realidad del pecado. De ahí que Francisco crea en el hombre, no por lo que él sea capaz de hacer, sino por lo que Dios es capaz de hacer con él, con nosotros: fundar nuestra dignidad en su amor. El hombre, por tanto, no debe, no puede ser un lobo para los demás. Hay que convencerse de que los otros no son una amenaza, sino una

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