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«CON LIMPIO CORAZÓN Y CASTO CUERPO» 73 en aquellas situaciones -el parto- en que pudiera parecer menos acon– sejable la intervención de un santo. La mujer para Francisco, a pesar de estar acunada en un ideal poético– religioso, no es un ser fantasmagórico. Posiblemente se relacionó de forma natural con ellas. En el episodio de los muñecos de nieve, conver– tidos por Francisco en su familia, el peligro no es la mujer como tal, sino la forma superficial de verla. En esta descripción se evidencia una inten– ción lúdica de autoconvencimiento de que el ejercicio de una vida sexual responsable, como es la matrimonial, además de tener sus propias grati– ficaciones, comporta también una serie de sacrificios que no es honesto dudir. En esto precisamente consiste la tentación, en pretender distor– sionar la opcióH matrimonial tomando de forma irresponsable solamente su aspecto gozoso. Esta visión de la mujer como objeto exclusivo de placer es io que impide entregarse con toda solicitud al servicio de Dios (2 Cel 117). La imagen que tiene Francisco de la mujer no es, pues, romántica. Vista desde una cultura cortés, se acercará a ella con respeto, pero con realismo. Al menos eso se deduce de su amistad con Práxedes, Jacoba y Clara, amistades que, por sí solas, son suficientes para describir su relación afectiva con ellas. De la primera nos habla Celano, de forma un tanto ampulosa, en su Tratado de los Milagros: «Práxedes, famosísima entre las religiosas de Roma y del imperio romano, se esconde desde muy tierna niñez en un encierro austero y vive en él por cuarenta años por amor de su Esposo eterno, merecedora por esto de singular confianza de S. Francisco. Fran– cisco la recibe a la obediencia -cosa no otorgada a ninguna otra mujer– y le concede el hábito de la Religión, es decir, túnica y cordón.» Ha– biéndose roto la pierna en una caída, y sin nadie que la socorriera, se queja afectuosamente a S. Francisco y le dice: «Padre mío santísimo, tú que acudes bondadoso a aliviar a tantos a quienes ni siquiera conociste en tu vida, ¿por qué no vienes a socorrer a esta miserable, que ya cuando vivías en este mundo mereció de alguna manera tu dulcísima gracia?» Dominada por el sueño y en medio de un éxtasis se le aparece Francisco, revestido de relucientes blancas vestes de gloria, y le habla con ternura: «Levántate, hija bendita; levántate y no temas» (3 Cel 181). «Jacoba de Settesoli, dama romana noble y santa, había merecido el privilegio de un amor singular de parte de Francisco.» Éste, próximo ya a su muerte, quiso enviarle un mensaje a Roma para que se diera prisa si quería ver vivo al que ella había amado tanto en su condición de deste– rrado. Pero no hizo falta, porque ella se había adelantado para visitarle. Al oír la noticia de su llegada, Francisco exclamó: « ¡Bendito sea Dios,

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