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72 J. MICÓ al decir que Francisco solía llamarla «con el nombre unas veces de ma– dre; otras, de esposa, así como de señora» (LM 7, 6). Madre, esposa y dama; tres formas de ser de la mujer capaces de manifestar la pobreza de Cristo, y que Francisco utilizará como símbolo de su opción evangélica. Pero este universo femenino, como ámbito y expresión de la salvación, se ensancha todavía más en el Saludo a las Virtudes, donde Francisco canta a la reina sabiduría y a su hermana la sencillez; a la dama pobreza con su hermana la humildad; y a la dama caridad con su hermana la obediencia (SalVir 1-3). Todas estas virtudes, que son una personificación de la gracia que el Espíritu infunde en los corazones de los fieles para que se abran al amor de Dios (SalVM 6), son las que hicieron de María la hija del Padre, la madre de nuestro Señor Jesucristo y la esposa del Espíritu Santo (OfP Ant 2). La sublimación de lo femenino por parte de Francisco, hasta conver– tirlo en símbolo de la salvación, es la clave para comprender su actitud hacia la mujer. Desde su cultura cortés la mira como a la dama que merece todo su amor, pero, al mismo tiempo, todo su respeto. La pará– bola del rey que envió a la reina dos embajadores describe perfectamente esta actitud. Ante la exaltación de la belleza de la reina por parte del segundo, le replica el rey: «Siervo malo, ¿has puesto en mi esposa tus ojos impúdicos? Está claro que hubieras querido poseer a la que has mirado con tanta atención.» Sin embargo, al ser preguntado el primero sobre la hermosura de la reina, contestó: «Señor mío, a ti toca contem– plarl:a; a mí llevarle tu embajada.» Entonces el rey dijo: «Tú, el de ojos castos, como de cuerpo también casto, quédate de cámara; y salga de esta casa ese otro, no sea que contamine también mi tálamo» (2 Cel 113). Esta mirada limpia hada la mujer, que Celano interpreta como una especie de rubor por fijar los ojos en su rostro, se hace más respetuosa cuando se trata de mujeres consagradas. Ante la presencia de una joven virgen consagrada a Dios, a ,qmen acompañaba su madre, Francisco se limitó a hablarles de cosas espirituales, pero sin mirar a la cara a nin– guna de las dos. Cuando, posteriormente, •el compañero le preguntó por qué no había mirado a esa virgen santa que había venido a él con tanta devoción, Francisco le respondió: «¿Quién no tendrá reparo en mirar a una esposa de Cristo?» (2 Cel 114). El distanciamiento respecto a la mujer en que colocan los biógrafos al Santo contrasta con su proximidad natural como taumaturgo. Sin entrar ahora en disquisiciones sobre la naturaleza de los milagros, es indudable la cantidad que se le atribuyen referidos a l'as mujeres, incluso

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