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58 J. MICÓ sia dumnte 30 días, puesto que se supone que no han guardado la cas– tidad. c) La castidad de los herejes Las sectas medievales se consideraban a sí mismas como pequeños grupos de elegidos, cuyos miembros, a la manera de los monjes o los penitentes, se habían convertido transformando su forma de vida, pa– sando «del mal del siglo a un santo colegio». La idea de apartarse juntos del mundo perverso, de avanzar hacia lo inmaterial alejándose del mal, de lo carnal, apenas difiere de la idea monástica, a no ser por su rechazo a ser encuadrados en la Iglesia. Pero en cuanto a la conducta, a la ma– nera de buscar la salvación, de tender hacia la pureza de los ángeles, la distancia parecía muy corta entre los herejes y los rigoristas de la ortodoxia. Tanto para unos como para otros el mal era el sexo y, como a Escoto Eriúgena, el matrimonio les repugnaba. Los herejes lo condenaban de manera más radical. Los herejes de Orleáns «denigraban las nupcias», y otros no dudaron en expulsar a sus mujeres, pretendiendo repudiarlas en virtud de los preceptos evangélicos. En efecto, todos meditaban el Evangelio, especialmente el texto de Mateo 19. A la pregunta de los discípulos sobre la castidad matrimonial, Jesús rei:i'ponde con la parábola de los eunucos: «No todos comprenden esto, sino aquellos a quienes les ha sido dado.» ¿No eran ellos, los adep– tos de las sectas perseguidas, estos -elegidos, el pequeño grupo, que en– tendían representar, apartados del mal del siglo? Al leer a Lucas 20, 34-35: «Los hijos de este siglo se casan y son dados en matrimonio, pero los que han sido juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección, sean hombres o mujeres, no se casarán», los here– jes se convencían de que el estado conyugal impide elevarse hacia la luz. Preparándose para el retorno de Cristo, soñaban en abolir toda sexua– lidad. Con este espíritu, acogían junto a ellos a mujeres, tratándolas como iguales, pretendiendo vivir en su compañía unidos por esa «cáritas» que agrupa en d paraíso a los seres celestes en la perfecta pureza, como hermanos y hermanas. Los detractores de la herejía tachaban de hipocresía el rechazo de la unión sexual y se burlaban de los herejes diciendo: «¿Cómo hombres laicos, carentes de esta gracia especial de la que están impregnados los clérigos por los ritos de la unción sacerdotal, pueden vivir en la intimidad de las mujeres sin pecar con ellas? Mienten; son unos impostores. En realidad se revuelcan en el desenfreno. Lejos de las miradas practican obscenidades sexuales. Los laicos que pretenden rehusar el matrimonio están abocados a la fornicación y al incesto.»

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