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54 J. :MICÓ En el lado opuesto se encuentra la muj'Cr como la encarnación del mal, representada por la figura de Eva. En esta imagen se proyecta todo lo que de malo se pensaba sobre la mujer. Es la tentadora, la incitadora del hombre al mal, por lo que así el varón podía justificar todas sus caídas. - La castidad monástica Es significativo el consejo que Casiano atribuye a los padres del mona– cato: «Por todos los medios debe huir el monje de las mujeres», como también los que daba S. Jerónimo a su discípula Eustoquio acerca de evitar la familiaridad de los hombres, incluso de los hombres de Dios. Aunque sería fácil juntar una serie de santos monjes que parecían riva– lizar en alejarse lo más posible del trato con las mujeres, baste el ejem– plo de Juan de Licópolis, quien pasó cuarenta años sin ver una sola mujer, y, para no renunciar a esta gloria, halló el medio de aparecerse en sueños a la esposa de un alto oficial romano que se obstinaba en querer visitarle. Esta mentalidad del monacato primitivo pasará al medieval con todas sus consecuencias. Así, en las «Costumbres de la Cartuja» se lee: «No permitamos entrar en nuestros términos a las mujeres, sabedores de que ni el Sabio Salomón, ni 'Cl Profeta David, ni el Juez Sansón, ni el Huésped de Dios, Lot (Gén 19, 30), ni sus hijos (Gén 6, 2), ni siquiera el primer hombre, Adán, formado por las manos de Dios, pudieron escapar a las caricias o los engaños de las mujeres. No es posible a un hombre escon– der el fuego en su seno sin que ardan sus vestidos, o caminar sobre brasas con los pies intactos (Prov 6, 28), o tocar la pez sin mancharse (Ecle 13, 1)». Sin embargo, es justo reconocer la existencia ele un monaquismo «nuevo», en contraposición al tradicional, cuyos miembros, reclutados entre los adultos, tenían una experiencia real de la mujer, porque ha– bían estado casados o porque conocían la literatura amorosa de la corte. Este fenómeno tuvo una incidencia precisa en la literatura monástica, ya que leían la Escritura, sobre todo el Cantar de los Cantares, desde la propia experiencia afectiva. El mismo S. Bernardo, perfecto conocedor de la literatura cortés, escribirá utilizando estas mismas figuras para expresar la relación afectiva de los monjes. Sin embargo, por lo general no era así. Ese miedo a la mujer con– trasta con el aprecio y las alabanzas que se hacían a su virginidad, sobre todo la consagrada. Aunque ya anteriormente los Padres Apostólicos y los Apologistas escribieron tratados sobre la virginidad, es a partir del sigio IV cuando, tanto en Oriente como en Occidente, se predica y se escribe abundantemente sobre este estado. La razón es bien senciila. La

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