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302 J. MICÓ apostolado (1 R 19, 1), como hace el mismo Francisco al dirigirse a los fieles (2CtaF 32s). De todo esto se deduce que la catolicidad supone para Francisco creer lo que cree la Iglesia, pero con una fe que está condicionada por el modo en que la negaban los grupos heréticos y de la que la profesión de fe antes descrita nos ofrece un ejemplo. A través de sus Escritos se percibe, por lo que respecta a la ortodoxia, una fijación casi exclusiva en la sacra– mentalidad (2 R 2, 2) y, más en concreto, en el sacerdocio ministerial (l R 19, 3; 20, 1-4). No obstante, la catolicidad que vive y urge Francisco, además de incluir la fe de la Iglesia, se dilata hasta confundirse con todo lo que ella manda y propone. Al fin y al cabo siempre había pensado así, y el posterior conocimiento de los entresijos eclesiales no le permitía demasiado juego en la disen– sión, ya que tenía que vivir su fe dentro de ias coordenadas que la insti– tución eclesiástica había marcado para ese tipo de grupos evangélicos. Su falta de ,precisión a la hora de ,distinguir entre la fe, la ideología teológica y las normas disciplinares no le impidió vivir dentro de la Iglesia lo que le parecía fundamental y necesario en su Proyecto evangélico. 4. LA IGLESIA, NORMA DE CONDUCTA La Iglesia, además de enseñar las «verdades de fe» que dimanan del Evangelio, ha tenido la precaución de urgir también las consecuencias prácticas que de ellas se deduct:n. La realidad del hombre nuevo que nos ofrece el Señor resucitado tiene que expresarse en una conducta ética acorde con el Evangelio; de ahí que haya ido a través de los tiempos dictando normas de conducta que evidenciaran su voluntad de seguir a Jesús. Un ejemplo concreto son los típicos «mandamientos de la Iglesia». Estas normas, sin embargo, no siempre nacen de la necesidad de hacer practicable el Evangelio. Muchas veces están adulteradas por intereses menos evangélicos que enturbian su finalidad. Discernir lo que puedan tener de evangélico o no las proposiciones canónicas y morales de la Igle– sia siempre ha sido un deber difícil de ejercer para el cristiano. En tiem– pos de Francisco hubo quienes ejercieron esta crítica llegando hasta el enfrentamiento con Roma; pero la mayoría de los fieles habían asimilado, como algo normal, que la Iglesia dictara no sólo las normas de conducta que fueran coherentes con el Evangelio, sino también las normas discipli– nares que hicieran posible el tipo de organización eclesial que la política romana había clec.idido para gobernar la Iglesia. Francisco, seguramente, pertenecía a estos últimos, ya que su empeño

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