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298 J. MICÓ con Aquel que da sentido a su vida. Francisco razona su experiencia de um1_ forma sencilla pero convincente. Jesús es d camino que lleva al Padre. Pero el Padre es espíritu que nadie puede ver. Por eso la única forma de salir a su encuentro es viendo 10 que nuestros ojos pueden percibir de Él, su cuerpo y su sangre, y creyendo lo que el espíritu inspira en nuestro corazón (Adm 1, 1-12). Esta necesidad de «ver» no .deja de ser una paradoja en los últimos años del Santo en que, debido a su enfermedad, ha quedado ciego. ¿O es precisa– mente por eso por lo que recurre a la visualización del sacramento como un gesto para indicarnos que su «ver» es mucho más •profundo, un acto de fe en la presencia glorificante y glorificadora de Jesús, que la visión que le pudier~n ofrecer sus ojos ahora ya ciegos? Bl sabe por propia experiencia que el «ver» no lleva forzosamente al creer de forma espontánea, como no llevó a los contemporáneos de Jesús que percibieron en Él sólo a un hombre, pero nos sirve de lazarillo y jalón para conducirnos a la presencia .de la divinidad donde se materia– liza el encuentro del fiel con su Señor. En este sentido, para Francisco el «ver» es un medio para creer, puesto que la corporalidad es una exi– gencia de nuestro ser de hombres para llegar a la experiencia y a la expre– sión de la fe. Así, la mirada es una parte de la adoración, ya que en la visibilidad del sacramento se hace presente y palpable el Señor invisible que nos visita y acerca en su corporalidad para hacerse asequible a nues– tra condición humana. Por eso, si la visión o percepción sensitiva no no~ lleva a la adoración en la fe, no sirve de na.da ; más aún, se nos revuelve contra nosotros, acusándonos de la incoherencia de nuestro vivir cristiano y condenándonos por haber sido inconsecuentes. La Iglesia se concreta así para Francisco en el ámbito donde se hace posible el encuentro del creyente con el Dios trinitario, en el espacio donde cristaliza y se encarna el peregrinar de Dios desde un amor que se ofrece y el peregrinar del hombre en busca de ese amor. Las torpezas y deficiencias de los fieles que formamos la Iglesia nunca pueden ser, a pesar de la triste realidad del pecado, un obstáculo insalvable en el acceso al Dios que nos salva y libera. Sin embargo, la total entrega éon que se nos ofrece el Señor exige, en la medida de nuestras posibilidades, una entrega confiada también total y el esfuerzo de una conversión que nos haga capaces de soportar su pre– sencia; actitudes que sólo son realizables si aceptamos activarlas eclesial– mente, puesto que estar en el seno de la Iglesia es servir al Señor Dios en la verdadera fe y penitencia (1 R 23, 7). Vivir la fe, para Francisco, es fundamentalmente amar, honrar, adorar, servir, alabar "i bendecir, glorificar y sobreexaltar, engrandecer y dar gra•

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