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296 J. Mu;Ú ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote ·en forma de pan y vino, y no ven ni creen, según el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados, como atestigua el Altísimo mismo, que dice... : Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna» (Adm 1, 8-11). El Señor «quiere que todos seamos salvos por Él y que lo recibamos ..:on un corazón puro y con nuestro cuerpo casto», por lo que «debemos confesar todos los pecados al sacerdote», ya que, de no comer su cuerpo y beber su sangre de forma -digna, no podemos entrar en el Reino (2CtaF 14. 22-23). Este empeño de Francisco por dignificar la presencia de Cristo en la Iglesia le lleva a rogar a todos los clérigos y religiosos que traten con cariño y respeto lo único visible y palpable que tenemos del Jesús encar– nado y glorioso. Así advierte que los clérigos «que ejercen tan santísimos ministerios, especialmente los que los administran sin discernimiento, pongan. su atención en cuán viles son los cálices, los corporales y los man– teles en los que se sacrifica el cuerpo y la sangre de nuestro Señor. Y hay muchos que lo abandonan en lugares indecorosos, lo llevan sin respeto, lo reciben indignamente y lo administran sin discernimiento. A veces hasta se pisan sus nombres y palabras escritas, porque el hombre animal no percibe las cosas que son de Dios» (CtaCle 4-7). Lo mismo hace con los religiosos al decirles que, sobre todo «los que más especialmente están designados para los divinos oficios, deben no sóio escuchar y hacer lo que dice Dios, sino también custodiar los vasos y los demás objetos que sirven para los oficios y que contienen las santas palabras, para que arraigue en nosotros la celsitud de nuestro Creador y en Él nuestra sujeción. Amonesta por eso a todos sus hermanos y les anima en Cristo a que, donde encuentren palabras divinas escritas, las veneren como puedan, y, por lo que a ellos toca, si no están bien colo– cadas o en algún lugar están desparramadas indecorosamente por el suelo, las recojan y las repongan en su sitio, honrando al Señor en las palabras que Él pronunció. Pues son muchas las cosas que se santifican por medio de las palabras de Dios y es en virtud ·de las palabras de Cristo como se realiza el sacramento del altar» (CtaO 34-37). Su preocupación por revalorizar esta presencia de Jesús en su Iglesia, además de exigir una disposición personal que hiciera efectivo el encuen– tro salvador con el Señor, queda manifiesto en la anécdota sencilla, pero honda en su significación, que nos traen los biógrafos. Cuando Francisco, en los comienzos de la Fraternidad, estaba en la Porciúncula junto con los demás hermanos, «salía de vez en cuando a visitar las aldeas y las ig1esias

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