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LA SANTA MADRE rGLESIA 295 ideníificarse, de un modo general, con los textos litúrgicos; es decir, con el leccionario, que contiene la Escritura, y los libros empleados en las funciones litúrgicas (Ctaü 34). Si nos adentrarnos un poco más en el significado de los términos, vere– mos que su contenido es más variado. En primer lugar están las «pala– bras» que los clérigos dicen, anuncian y administran (2CtaF 34; Test 13). Se trata, al parecer, de la Escritura conten1da en los leccionarios y que sirve de base para la predicación. Hay otro tipo de «palabras», que pro– ducen la santificación del pan y del vino. Francisco emplea la palabra «santificación» para indicar la consagración o transubstanciación, término creadú por la nueva teología de entonces y de la que el Santo no estaba muy al corriente (CtaCle 2; Ctaü 37; Adm 1, 9). Existe un tercer grupo de «palabras», que santifican, en sentido ordinario, a los hombres y sus cosas (Test 13; 2CtaF 3; Ctaü 37). Por último, hay «palabras» por las que se :realiza la creación y la redención (CtaCle 3; 2CtaF 34). Todas estas facetas que se descubren en las «palabras» a las que hace referencia Francisco denotan que se mueve dentro del campo teológico– sacramental agustiniano, muy distinto del escolástico que se caracteriza por su precisión de términos y contenidos. Los «nombres divinos» son distintos de las «palabras del Señor»; expresan otro aspecto de la misma realidad; la presencia divina que se manifiesta en el empleo de las pala– bras de Cristo o de los nombres de Dios. Durante toda la Edad Media se admitía corrientemente la creencia de que los nombres, aunque de origen humano, tenían su norma en la naturaleza de las cosas; es decir, que el nombre no expresaba tanto la forma cuanto la esencia de lo nombrado; de ahí su respeto y su convicción de que transmitían gracia cuando se trataba de nombres sagrados. Retomando de nuevo todo lo anteriormente dicho sobre la presencia sacramental y salvadora de Jesús en la Iglesia, hay que hacer notar que no se trata de acciones mágicas, a pesar del «opere operato», sino que requieren una participación del creyente para que se produzca el encuen– tro. Más aún, la simple participación intelectual -el creer-- es inope– rante si no se acoge y se hace vida. La recepción de los sacramentos desde una conducta incoherente con el Evangelio, en vez de producir vida, causa la muerte. Para aceptar al Señor presente entre nosotros, hace falta la fe; pero una fe que no lleve a recibirlo y a organizar la propia vida de acuerdo con la suya es motivo de condena. Francisco lo e~plica de una forma clara al afirmar que así como «todos los que vieron según la humanidad al Señor Jesús y no lo vieron ni creyeron, según el espíritu y la divinidad, que Él era el verdadero Hijo de Dios, quedaron condenados; del mismo modo ahora, todos los que
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