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ÍÓ2 F. IGLESIAS Por esto precisamente, Cristo, al revelarnos el misterio del Padre y de su amor, revela plenamente el hombre al hombre mismo» (RH 8, 10; cf. GS 22). Francisco es un misterio. Pero un misterio de sorprendente simpatía. El misterio de un perfecto hombre evangélico, modelo de conciencia cristiana de la Iglesia que peregrina en la historia. El secreto de su perso– nalidad tan simple, tan pura, tan directa, está en haber sido un instru– mento privilegiado de la caridad con que Dios ama al mundo, revelándonos que «no hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad del Evangelio» y que «Cristo es principio y ejemplar de esa humanidad nueva a la que todos aspiran, llena de amor fraterno, de sinceridad y de espíritu de paz» (GS 41, 55; AG 8). Si «el hombre es el camino de la Iglesia, la vía de la vida cotidiana de la Iglesia» (RH 14, 21, 22), y el hombre de hoy reclama de ella una respuesta -luz para sus interrogantes más profundos y una versión creíble del mensaje cristiano de la caridad-, el franciscano tiene hoy una misión importante que cumplir: ser fiel a su identidád · propia, esto es, realizar el radicalismo del amor evangélico en clave fraterna y minorítiea, sirviendo así a todos como Francisco, el HERMANO DEL HOMBRE por excelencia.

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