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98 F. IGLESIAS particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos» (RH 15, 21). En este sentido, cobran relieve para nosotros las tesis conciliares de la sintonía cristiana con todo lo que es humano. «Nada hay verdadera– mente humano que no encuentre eco en el corazón ~ los discípulos de Cristo» (GS 1). Todo auténtico hermano menor se reconoce plenamente, como lo hizo con su vida san Francisco, en este espejo de perfección cristiana que hace de frontispicio de la Gaudium et spes: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y espe-' ranzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (GS 1). Efectivamente, es el hombre que sufre y menesteroso quien mejor pone a prueba nuestra dimensión fraterna, porque nos evoca especialmente la imagen de Cristo redentor, siervo y doliente, y su misión de anunciar la buena nueva a los pobres y oprimidos por la vida (cf. LG 8; Le 4, 18). «En el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho transparente por sus lágrimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo... Así nuestro humanismo se hace cristianismo, y nuestro cristianismo se hace teocéntrico, tanto que podemos afirmar: para conocer a Dios es necesario conocer al hombre.» 62 Con razón, pues, la Redemptor hominis (núm. 16) subraya la escena escatológica del juicio final como paradigma del actuar humano en la línea de una clara opción por el hermano hombre. Una forma excelsa de amor mutuo, de honda raigambre bíblica y cara a san Francisco, que la Iglesia del Vaticano II ha puesto insistentemente de relieve, es la de la actitud abierta y comprensiva, respetuosa con la persona y, sobre todo, con la indeclinable responsabilidad de cada uno ante Dios y ante la verdad. «El Concilio es un acto de amor a los hombres de hoy, a todos, como son y como están.» 63 Como son y como piensan; aunque no coincidan con nosotros. «Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor... Es necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona, incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa. Dios es el único juez y escrutador del corazón humano. Por ello nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás» (GS 28). Ya Juan XXIII había puntualizado, inspirándose en esta nueva sensibi– lidad eclesial, un criterio importante sobre la forma de reprimir los errores. «Siempre se opuso la Iglesia a estos errores. Frecuentemente 62 PABLO VI: Discurso del 7-XJI-1965, en la clausura del Concilio: AAS 58 (1966) 58-59. 63 PABLO VI: Discurso del 14-IX-1965, en la apertura de la IV y última sesión del Concilio: AAS 57 (1965) 801; cf, A, LAITA; San Francisco de Asís, hoy, pá– gina 299s,

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