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EL HOMBRE DE HOY E:>: EL PE"J:SA'.\HENTO DE LA IGLESIA 83 de negativo ha pensado la antigüedad y el medievo sobre la naturaleza humana. Una meditación sombría, reflejo de un espíritu ácido y exa– cerbado y de un superascetismo amargo, sin apenas un atisbo de sensibi– lidad para la bondad y para el amor. Un panorama desolado y árido, un pesimismo duro, que agosta toda simpatía hacía el mundo y el hombre e invita a ser desesperadamente escépticos ante la vida y la muerte. 18 Francisco e Inocencio, hijos de una misma época y encontrados provi– dencialmente, tratan de ofrecer una respuesta evangélica a los interro– gantes de los hombres de su generación. Francisco logra convertir a los hombres sin aterrorizarlos; se humilla tanto que comprende las pasiones más bajas del hombre sin despreciarlo; comprende que ninguna cosa de este mundo es mala ni tiene por qué hundirnos y atemorizarnos (todo depende, fundamentalmente, de nosotros). «Nada debe disgustar al siervo de Dios fuera del pecado ... El siervo de Dios que no se enoja ni se turba por cosa alguna, vive, en verdad, sin nada propio» (perfectamente pobre) (Adm 11). Y por eso trata de purificar la voluntad humana ganando a las gentes, por difíciles que sean, con un corazón de hermano. Francisco, promocionando evangélicamente el dispositivo fundamental de su propio substrato psicológico, logra un extraordinario equilibrio íntimo, llegando a ser «religiosamente, quizá, el espíritu más armonioso que se conoce».1 9 Inocencia III interpreta desabridamente el mundo y la vida provocando un sentimiento de auténtica náusea existencial. Francisco, ante el mismo panorama humano, no reacciona con el estilo de un tal profeta de des– venturas. Francisco hace su profesión de fe en el hombre precisamente en el encuentro con lo que entonces era considerado como prototipo humano de la repugnancia: el leproso. ¡Misterios de la gracia y de la psicología humana! ¡Dos mundos, dos corazones, dos actitudes! ¡Inocen– cio III, en la obra citada, mira a la humanidad y nos hace la descripción, deprimente, de un leproso. Francisco mira al leproso concreto y nos hace la descripción, humana y evangélica, de un hermano. La clave ·del misterio no está en la inteligencia; está, más bien, en el amor. Francisco ha supe– rado la amargura de ver los leprosos cuando ha usado misericordia con ellos, es decir, cuando los ha amado. Sólo el amor puro libera su corazón y le descubre al hombre. El Concilio, en una frase que retoma el Papa en la Redemptor hominis, ha subrayado esta tesis importante de antro- · pología cristiana: «Cristo, como revelación del misterio del Padre y de su amor, descubre plenamente el hombre al hombre mismo» (GS 22; cf. RH 8, 10). Analizando la conversión de Francisco a la luz de su cuadro caracterio– lógico y del impacto íntimo de su encuentro con Dios y con el hombre, " Cf. A. LEVASTI: Mistíci del duecento e del trecento, Milán, Ed. Rizzoli, 196-0, pág. 19s. 1• A. LEVASTI: o.e., pág. 23; cf. A. RoLD,{N: S. Francisco de Asís y su misión en la Iglesia a la luz. de la tipología, en Naturaleza y Gracia 25 (1978) 107-189.

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