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REFLEXIONES SOBRE EL TESTAMENTO 7 y deseo de gloria podían ser los «pecados» en que Francisco fue perdiendo y gastando miserablemente el tiempo hasta casi sus 25 años. Pero Celano, a la hora de describirnos al Francisco sensual, nos pre– senta a un hombre que vivía en el pecado con ardor de pasión juvenil y, por la fiebre de su misma edad, era empujado a satisfacer a su antojo todos los deseos de la juventud y, al no saberse moderar, podía ser estimulado al mal por el veneno de la antigua serpiente (1 Cel 3). Es decir, Francisco más que un libertino era un joven alegre y ligero, con tendencia al mal, a quien el Señor guardó para que no cayese por completo en el pecado. Si la sensualidad es un trazo discutible de la vida mundana de Fran– cisco, el deseo de gloria es, sin duda, su faceta dominante. Era para todos -dice Celano- objeto de maravilla y, como era rico, se esforzaba por vanagloria en ir delante de todos en los juegos, refinamientos, bonitas pala– bras, en los cantos y en los lujosos y fluyentes vestidos; no era avaro, sino pródigo; no ávido de acumular riquezas, sino disipador; cauto mercader, pero munificentísimo por vanidad (1 Cel 2). Francisco no se resignaba a permanecer fuera de la nobleza por su condición de mercader. Sirviéndose de sus ventajas aspirará a salir de la mediocridad y alcanzar la gloria que le podía ofrecer la Caballería. ¿Era esto reprensible en la actitud de Francisco? Celano le reprocha el «pecado» de no haber sido bastante ambicioso, de no haber llevado hasta el absoluto su deseo de gloria, quedándose a medio camino. En la Vida II, Francisco nace bajo la influencia de la gracia, reforzada por una buena educación, hasta tal punto que le resulta difícil a Celano concretar en qué punto ha sido pecadora la juventud del Santo. Francisco crece bajo la influencia maternal. Su madre es otra santa Isabel; una mujer amiga de la más alta honestidad que llevaba en sus costumbres como el signo visible de sus virtudes (2 Cel 3). Francisco aprende la lección, pues ya grandecito agradaba por sus óptimas disposi– ciones. Permanecía siempre alejado de todo lo que pudiese sonar a ofensa contra alguno y, avanzado en la adolescencia, parecía a todos, por su urbanidad, que no proviniese de la estirpe de sus padres (2 Cel 3). Ante el gesto de paciencia con uno de los prisioneros con los que se encontraba Francisco en Perusa, Celano no duda en afirmarnos que aquel vaso de elección, apto para contener todas las gracias, deja escalar ya por todas partes los carismas de su virtud (2 Cel 4). En tales condiciones, ¿cómo podía pecar Francisco? No obstante, se necesita un pecador para que haya un convertido. La conversión será, pues, el paso de la carne al espíritu (2 Cel 10). El Francisco pecador que nos da la Vida II es un joven con muchas cualidades, pero blando. Gusta de todos los placeres refinados con tal que no supongan un esfuerzo. Se instala en el presente de la sensación para quedar anclado allí. Las dos figuras de Francisco que nos ofrece Celano se parecen en algo: se trata del mismo santo, pero no del mismo hombre. Incluso el pecado de

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