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20 J. MICÓ La reverencia por los «nombres y palabras del Señor» le lleva a pre– ocuparse, y a preocupar a los demás, para que, al encontrarlas en lugares «indecorosos», las recojan y las pongan en un lugar honesto. En la Carta a toda la Orden se evidencia el descuido con que eran tratados en muchas iglesias los libros litúrgicos (Ctaü 36; CtaCle 12; CtaCus 5). El Concilio de York, en 1195, subraya que en algunas iglesias existen ejemplares del canon de la misa que resultan ya ilegibles por el desgaste del tiempo. En otras, incluso están escritos con faltas de ortografía. El descuido era evidente, y así lo reconoce Francisco al recordar el poco cuidado con que eran tratados estos libros sagrados por algunos clérigos, hasta el punto de correr el peligro de pisarlos (CtaCle 6). Los lugares «indecorosos», o «ilícitos» como dice el original, a que hace referencia el Testamento son aquellos que, por su indignidad, van en contra de las normas emanadas de la Curia romana en relación con la eucaristía. Los Concilios y la Curia romana, secundando la campaña por dignificar el trato hacia la eucaristía que había iniciado el Papa, dictaron normas concretas sobre la conservación de los objetos litúrgicos. Abando– narlos en lugares poco decentes era desatender las normas papales, de ahí su «ilicitud». Los lugares donde deben ser guardadas la eucaristía y las palabras del Señor escritas no son calificados de igual modo por Francisco. La guarda de los escritos debe hacerse en lugares «honestos», mientras que la euca– ristía se debe colocar en lugares «preciosos». Más o menos como en nues– tros días, que guardamos el Santísimo en el sagrario y los libros litúrgicos en la sacristía. Los biógrafos se hacen eco de esta devoción del Santo, aunque limitán– dola solamente a los nombres divinos. Celano, en su Vida I, nos dice que Francisco se llenaba de santa alegría cuando pronunciaba el nombre de Dios. Por eso, dondequiera que encontraba algún escrito, sagrado o pro– fano, estuviera en el camino, por casa o en tierra, lo recogía con gran reverencia y lo guardaba en algún lugar sagrado o, al menos, decoroso, no fuera que se encontrase el nombre del Señor o algo que le hiciera referencia. Al preguntarle por qué recogía los escritos en los que no estaba el nombre de Dios, respondía que allí estaban las letras de que se componía dicho nombre glorioso (1 Cel 82). S. Buenaventura, en su Leyenda Mayor, refiere esta misma devoción, pero relacionada con los frailes: cuando en la liturgia tenía que pronunciar el nombre del Señor, parecía que se lamiera los labios por la dulzura y suavidad. Quería que se honorase el nombre del Señor, no solamente en el pensamiento, sino también cuando se oyese o encontrase escrito. Por eso persuadió a los hermanos para que recogiesen todos los trozos de papel escrito y los guardasen en lugares decorosos, para evitar que el sagrado nombre corriese el peligro de ser pisado. Cuando leía u oía el nombre de Dios o de Jesús, lleno de una alegría interior, aparecía trans– formado externamente (LM 10, 6).
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