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14 J. MICÓ sacramentales. Más aún, aunque fuera más sabio que Salomón, no quiere predicar contra su voluntad, por más pecadores e incultos que sean. Por desgracia, en tiempos del Santo no era difícil encontrarse con este tipo de sacerdotes. Se habían convertido en el blanco de comedias, versos y cuentos, hasta llegar, incluso, a la calumnia. Las cartas de lnocencio III y sus sermones están llenos de quejas vehementes contra las costumbres escandalosas del clero. Y la impresión que se saca de los cánones concilia– res no es más favorable. En casi todos ellos se hace referencia a situaciones concubinarias de clérigos. Ante estos pobres sacerdotes, Francisco no quiere tomar como pre– texto sus pecados para despreciarles, sino que se esfuerza por ver en ellos al Hijo de Dios y así poderles temer, amar y reverenciar, porque son sus señores. El mismo Francisco nos explica su modo de obrar. Actúa así porque son los confeccionadores de la eucaristía, lo único que «ve» corporal– mente del altísimo Hijo de Dios, y sus administradores. La Admonición 26 es un canto exhortativo de reverencia a los clérigos: «Dichoso el siervo que mantiene la fe en los clérigos que viveh rectamente según la forma de la Iglesia romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian!; pues, aunque sean pecadores, nadie debe juzgarlos, porque el Señor mismo se reserva para sí solo el juicio sobre ellos. Pues cuanto más grande es el ministerio que tienen del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, que ellos reciben y ellos solos administran a los demás, tanto más grande es el pecado de los que pecan contra ellos que de los que pecan contra todos los demás hombres de este mundo» (Adm 26). Igualmente, en la Carta a los fieles, dice: Debemos venerar y reveren– ciar a los clérigos, no tanto por ellos mismos, si son pecadores, sino por el oficio y la administración del santísimo cuerpo y sangre del Señor nuestro Jesucristo, que sacrifican en el altar, reciben y administran a los otros (2CtaF 33). La I Regla ofrece también un ejemplo de reverencia a los clérigos al mandar que se les tenga por señores, venerando en el Señor el orden y oficio y administración de ellos (1 R 19, 3). Esta fe que muestra Francisco por los sacerdotes nos puede parecer pragmática, funcional o utilitarista, ya que los reverencia en cuanto posibi– litadores de la presencia eucarística. Nosotros actualmente solemos dintin– guir y separar la persona de su función, sin concederle a una lo propio de la otra. Francisco no lo entendía así; hijo de una sociedad sacra!, une la persona con su función hasta tal punto que para salvar una tiene que defender también la otra. Algunos movimientos religioso-heréticos de su tiempo habían llegado a negar el poder sacerdotal por encarnarlo hombres indignos; de la denuncia de los vicios de los clérigos habían pasado a negar su poder de consagrar. El poder lo daba la virtud, no el orden, por eso los laicos que eran «santos» podían consagrar, cosa que se negaba a los sacerdotes «pecadores». A esta concepción había contribuido incluso el papado, al prohibir la asistencia

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