BCCCAP00000000000000000001431

270 Enrique Rivera En estos treinta últimos años, meditando reiteradamente en el tema, he llegado a percibir con mayor nitidez el doble influjo en el que ha razonado - sigue razonando - el pensamiento occidental: el influjo de la revelación bíblica y el influjo del pensamiento clásico. Proporcionó este el clima mental, que fue fecundado por la semilla del Evangelio, en su primera encamación cultural. Más tarde esta semilla se abriría a todos los pueblos hasta nuestros días. Dos textos filosóficos han contribuido de modo especial a que tomara más plena conciencia de la intercomunicación de ambos influjos. El primero lo leí en La philosophie et l'esprit chrétien de M. Blondel. Este pensador razona sobre el principio último que posibilita el hecho de la creación. Recuerda entonces la doctrina del platonismo sobre la irradiación del Bien, que cristalizó en el adagio filosófico medieval: Bonum est d(ffusivum sui. Tanto en los altos comentarios metafísicos como en los escritos ascético– místicos se venía decantando con aceptación el adagio mentado. Y, sin embargo, M. Blondel suscita contra el mismo este reparo que hacen entrever las líneas que traducimos literalmente: «Bonum est diffusivum sui: fórmula que su mismo neutro amenaza conferir a Dios una suerte de naturaleza espontánea, como si fuera un hogar físico de calor, independientemente de toda libre generosidad» 38 . En los dos vocablos, subrayados por mi cuenta, advierto el radical contraste entre el pensamiento bíblico y el pensamiento griego ante el alto enigma de cómo proceden las cosas de Dios. Con innegable ingenuidad - participé de ella durante largos años - los pensadores cristianos no tuvieron reparo en asumir la terminología neoplatónica sobre el origen de las cosas, emanadas de Dios, como los rayos irradiados por el sol, como el agua difundida por la fuente. Caso notable es S. Buenaventura, de cuyas fünnulas emanatistas, con sabor neoplatónico, están impregnadas sus obras doctorales. Por mi parte las disculpaba en mis años juveniles, pues nunca pasó por la mente de S. Buenaventura que lo real fuera emanación divina, como pensó Plotino, a quien tanto estima. Pero el pensamiento de este filósofo se halla lastrado por un panteísmo de fondo, al que va unido un radical impersonalismo. Cierto que S. Buenaventura no tiene el menor viso de panteísta. Pero el teólogo Z. Alszeghy ha advertido en él un amor impersonal frente al amor personal de San Francisco. Ahora vemos las raíces de este impersonalismo bonaventuriano, al decimos este autorizado teólogo 38 M. BLONDEL, La philosphie et !'esprit chrétien, PUF, París 1950, I, 39.

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz