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Miguel Anxo Pena González 212 H uarte de S an J uan . G eografía e H istoria , 28 / 2021 censuraba la pedantería y lo histriónico de los que él denomina «enamorados de la retórica» 53 . A este respecto, pone el ejemplo de predicadores que usan los elementos de la gramática para explicar la Trinidad, o el de aquel predicador que encuentra en la respuesta de María al ángel, una oportunidad para exhortar sobre la importancia de las indulgencias. Como pondrá de manifiesto O’Malley, «mientras el sermón medieval daba importancia a docere , a expensas de movere y delectare , la nueva plática demos- trativa coordinaba con más efectividad enseñanza y persuasión» 54 , pero no se quedaba solo en exhortar, sino que se trataba también de elevar la virtud. Erasmo quería poner de relieve que al enseñar se podría instruir o persuadir a las gentes, pero el rol del predicador era principalmente el de persuadir, pero esto tenía que lograrlo por medio de un discurso honesto y virtuoso. A este fin le dará un valor significativo a la elocuencia, que no podía consistir en una mera proclamación de la voluntad de Dios, sino que tenía que ser una llamada veraz a vivir conforme al ideal cristiano, que no era otro que el ejemplo del mismo Cristo. Estaba afirman- do que nadie puede ser conmovido o subyugado por aquello que no es capaz de comprender ni creer 55 . Este detalle que, con frecuencia, pasa desapercibido, resultaba de crucial im- portancia, y Erasmo, además de ser certero en el mismo, coincide con la visión más propia de la nueva preocupación por la predicación. Aquella que tendrán también en Italia o en España. Una reforma de la Iglesia sostenida en los movimientos de observancia, pero que es también la misma que mueve a Lutero o a Melanchton. Para todos ellos había un elemento homilético central: el ejemplo del Maestro. En la comprensión de los humanistas elocuencia y conocimiento eran dos realidades estrechamente vinculadas y, prácticamente, inseparables. Y el predi- cador debía ordenar sus ejemplos, esquemas y lugares comunes de tal suerte que cautivara al pueblo de lo que estaba proclamando, por lo que era preciso que esto fuera también acompasado por una coherencia de vida. En este sentido, los ejem- plos tenían la finalidad de persuadir a su audiencia, orientándolos e inspirándolos a la virtud. No se trataba solo de contemplar la vida de Cristo, sino que esta fuera la inspiradora del hacer y sentir de las gentes. Se trataba no solo de comunicar la piedad, sino de vivir en ella, de usar la predicación como un medio de persuasión, no insistiendo tanto en la proclamación o enseñanza, pero haciendo que esta fuera efectiva. La responsabilidad que se encomendaba al predicador era conducir a una vida virtuosa, que tenía como prototipo el Evangelio, que, además, tenía la función 53 Erasmus Roterodamus, «Apophthegmata», LB IV, cols. 478-479. 54 O’Malley, 1983, p. 240. 55 LB V, col. 859.
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