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VI. NUESTRAS RELACIONES CON MARÍA María se desplazó a las montañas de Judea para visitar a su prima Isabel. Y allí, entre sa– ludos y sucesos misteriosos, profirió una estu– penda profecía: «Todos los pueblos, todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Poderoso ha hecho maravillas en mi favor». Realmente, a Dios •le salió» una criatura ideal, única, al crear a María. Dicho esto, tenemos que añadir ensegui– da: La Virgen es una criatura, r..o el creador; es un ser humano, no es Dios. Por esto, la Iglesia ha tenido siempre una idea clara del culto que debe dar a Dios y el que debe dar a María. A Dios le damos el culto de latría, le adoramos. La adoración es el reconocimiento de la suma excelencia de Dios y de nuestra suma dependencia de Él. A los santos no les adoramos; les honramos o veneramos por ser los grandes amigos de Dios. Dentro de este honor que damoE a los santos sobresale el que tributamos a la Virgen por su mayor santidad, por la dignidad extraordinaria que le confiere el ser la Madre de Dios. Los abu– sos habidos, siempre serán eso: abusos. La Madre de Dios no es acaparadora, no es egoísta. Si nos acexamos a Ella, no des– cansará hasta dejarnos junto a su Hijo. Hay un dato de experiencia. Cuando en una per– sona, joven o adulta, aumenta el amor a María, crece al mismo tiempo su amor a Jesucristo. El que ama de verdad a la Virgen, termina indefectiblemente en los sacramen– tos de la EucariEtía y de la Penitencia. María hace más fácil el encuentro con Dios. El Concilio Vaticano II, con el equilibrio que le da la asistencia infalible del Espíritu Santo, recomienda «abstenerse con cuidado tanto de toda falsa exageración cuanto de una excesiva mezquindad de alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios» (L.G., 67). Exageraciones o deformaciones, no; cicatería o mezquindad, tampoco. No he– mos inventado nosotros a la Virgen. Nos la dio Jesús como Madre (Jn 19, 25-27). Fulton Sheen, el que fue durante mucho tiempo el obispo de la televisión americana, decía que «si la única acusación que Nuestro Señor le hiciere el día delJuicio fuera que ha– bía amado demasiado a la Virgen, se sentiría seguro y completamente feliz». Suscribo la afirmación. Para que nuestra devoción a María no de– genere en un sentimentalismo estéril, o en una vana credulidad sin compromiso alguno, el mismo Concilio nos recuerda que la verda– dera devoción a la Virgen «nos debe impulsar a un amor filial hacia Ella y a la imitación de sus virtudes» (L.G., 67) . Amor e imitación. Amor, que puede tradu– cirse en rezar pausadamente las palabras del ángel Gabriel, el avemaría, que repetidas mu- 83

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