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~ ª1 "'-" de su tiempo. El joven emperador Graciano le tenla un cariño verdaderamente filial, y se complacía en que el Santo le dedi– case sus obras. El año 382 mandó Graciano quitar de la sala del Senado romano el altar de la diosa Victoria; y Ambrosio supo, con su diplomacia. hacer inútiles cuantos pasos dió el Senado, con el retórico Símaco a su cabeza, para obtener al año siguiente del sucesor de Graciano, Valentiniano II, que volviese el altar a su lugar.JEstina, mad:e de este emperador, solicitó de Ambrosio una iglesia para los arrianos; y a fin de obtenerla, le hizo sitiar en un templo el día de la fiesta de Pas– cua del 385 por espaeio de algun1t, días, y por segunda vez el mismo d:a en el 386, por espacio de unas semanas; pero el Santo se mantuvo firme en su negativa, y la emperatriz hubo de ceder, porque los soldados que rodeaban el temp:o empe– zaban a alternar con el pueblo, que estaba encerrado dentro de él. Cuando Valentiniano II se vió sitiado el 382 en su pa– lacio de Viena por el frafü.O ,Arbogasto, no quiso recibir el bautismo más que de manos de A·mbrosio, y murió sin bauti– zarse por haber llegado tarde el obispo. Aun contra el mismo grande Emperador Teodosio I (379- 395) hizo prevalecer con éxito el santo obispo las leyes de la Iglesia; pues, habiendo hecho matar este erpperddor el 390 a 7.000 hombres en un teatro de Tesabnica, porque habían pro– movido una sedición, Ambrosio le exigió que hiciese peniten– cia pública, y consiguió que el emperador, veslidu de sus in– signias imperiales, se postrase en tierra en la iglesia de Milán, confesando sus pecados e implorando perdón por ellos. Des– de entonces las relaciones entre ambos personajes fueron cor– dialísimas, y el emperador dijo después en cierta ocasión: « No conozco más que un hombre que sea digno del nombre de obispo, y ése es Ambrosio.»-A la muerte de Teodosio, (395) pronunció Ambrosio la oración fúnebre, y dos años después, el 397, murió él a los 67 años de edad. 3. La importancia de Ambrosio no estriba tanto en su ac– tividad literarid, ni en su elocuencia, como en la valía de su personalidad considerada en conjunto, en su grandeza de áni– mo, acompañada de un absoluto desinterés, cualidades que le daban una influencia irresistible sobre el mismo empera dor. Supo hermanar a maravilla la afabilidad con cierta n04 ble reserva. «En el sacerdote», dice (Ep. 28, 2), «no se ha de ver nada común, nada común, nada plebeyo, nada de lo que sL1ele verse en las costumbres y modo de vivir
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