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-81 - de los obispos vecinos, y particularmente por su campaña contra el fausto de la corte, en atraerse muchas enemistades, y hasta la misma emperatriz Eudoxia_, mujer vanidosa que te– nía dominado al emperador, se volvió contra el Santo. Teófilo de Alejandría le censuraba por haber dado acogida a los mon– jes ongenistas expulsados del desierto de Nitria, algunos de· los cuales, especialmente los cuatro hermanos llamados «lar:.. gos », fueron a Constantinopla, y Crisóstomo, aunque no les admitió a la comunión, les permitió no obstante visitar la igle– sia. Entonces la emperatriz llamó a Constantinopla al obispo Teófilo, el cual llevó consig_o 25 obispos egipciqs afectos a su causa, muy provistos de dinero para sobornar a los gran– des; y en agosto del 403 convocó un sínodo en la hacienda de Drús cerca _de Ca'cedonia, de donde se llamó el sínodo ad quercum epi drún. Ahí se acusó a Crisóstomo del delito de le– sa majestad y de llevar una vida lujuriosa; y como no quisiera presentarse ante el sínodo, fué depuesto, y el emperador pro– nunció contra él sentencia de destierro. Crisóstomo entonces, en un discurso al pueblo, pronunció aquellas hermosas pala– bras: ~¿Qué tengo que temer? ¿La muerte? Cristo es mi vida, y la muerte es para mí una ganancia. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto en ella se contiene. ¿La pérdida de mis bienes? Nada hemos traído a este mundo y nada llevaremos a nuestra partida. Si Cristo está conmigo, ¿a quién he de temer? » Al tercer día después de pronunciada la sentencia se puso en manos de sus perseg,lidores y fué llevado al Bósforo; peru la efervescencia del pueblo, excitado a causa de un terremo– to que ocurrió en la noche siguiente, puso en tal aprieto a la emperatriz, que pidió al emperador que hiciese regre.,ar inme– diatamente a Crisóstomo, y escribió a éste uua carta atesti– guándole su propia inocencia. Crisóstomo volvió triunfante a la ciudad, y los obispos tgipcios se dieron buena maña para escapar de las iras del pueblo. 3. La paz no duró má3 que dos meses. Crisóstumo había aprendido por experiencia, en su santa madre, cuánto puede el amor de la mujer; pero Je faltaba saber aún cuán implaca– ble es el odio femenino, y esto se lo ec señó la t mperatríz. Conforme a la antigua costumbre, se festejaba con juegos y danzas la inaguración de una estatua de la emperatríz en los alrededores de la Catedral; pero como los festejos s.: prolon– gasen por muchos días, el obispo se quejó al prefecto de la ciudad, y la emperatríz, al tener noticia de esto, lo interpretó '

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