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-132- las condiciones de salud del alma; el quinto responde a las preguntas que hace Boecio sohre la naturaelza de la casuali– dad y las relaciones entre la libertad humana y la presencia divina, y termina con una exhortación a huir del vicio y pen– sar en la presencia de Dios. La exposición es sencilla, al al– cauce del vulgo; el estilo elegante y muy correcto; el modo de pensar platónico, o mejor neoplatónico, con un tinte estoico– romano; pero en toda la obra no se halla un solo rasgo espe– cíficamente cristiano, No sólo no se cita lugar alguno de la Sagrada Escritura, sino que ni siquiera suena en toda ella el nombre de Cristo; esto fué lo que díó ocasión para dudar si el autor, el último de los antiguos filósofos , había sido pagano, y sólo cristiano de nombre. Hay que tener en cuenta, sin em– bargo, que aquella edad pedía prestadas con preferencia a la antigua filosofía las ideas para las obras no estrictamente teo– lógicas, y que el concepto bien determinado que el autor tiene de Dios, así como la fijeza y pureza de sus principios morales, revela un criterio completamente cristiano. No ha faltado quien ha tenido por espurios cinco tratados teológicos, (por ej., •De Trinitate • y «Contra Nestorium et Eutychen •), que han llegado a nosotros con el nombre de Boecio, por su argumento muy distinto del de su obra princi– pal; pero en realidad de verdad, sólamente el tratado « De fide • es de autenticidad sospechosa. 2. Magno Aurelio Casiodoro, senador, nació en Brutia de una célebre y antigua familia, benemérita del Estado. Su padre desempeñaba ya la prCl'jccfura pnr toria en la corte de Teodorico. El hijo llegó a cuestor, y de estamanera a secreta– rio particular del rey, o sea verdadero ministro de goberna– ción, y en 514 a cónsul. No perdió su alto cargo con la muerte de Teodorico (526), sino que le conservó en tiempo del su– cesor de éste, y finalmente fu é prcej ecfus pt(l'forii. El 540, siendo ya sexagenario, se refüó al convento de Vivarium (V~– vie1 s), fundado por él en sus posesiones de Brutia, para vivir allí completamente entregado a la piedad y a la ciencia, y en este último período de su vida compuso la mayor parte de sus escritos. Fué también el primero que prescribió a los monjes, como regla y deber, el dedicarse a trabajos anuales, y espe– cialmente a la copia de manuscritos, con lo cual trazó un nue– vo camino a la orden de San Benito que acababa de fundarse: las escuelas monacales, únicas que, en los siglos siguientes 'de barbarie, mantuvieron el fuego sagrado de la ciencia y educa-
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