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La venerable Imagen, allí en Valladolid y en el Palacio que fue de los Duques de Lerma, hoy Capita– nía, comenzó a hacer ruido de gracias y milagros por lo que pronto fue objeto de especial devoción. Pero al año siguiente la Corte hubo de trasladarse otra vez a Madrid y con ella la venerada Imagen. Nue– vamente su poder taumatúrgico contribuyó a la espe– cial veneración de los madrileños, que ya le considera– ban como el Cristo de Madrid. Pero era otro el querer del Cielo. El rey Felipe III, más de una vez se había intere– sado por ciertos frailes franciscanos, llamados capu– chinos, que se habían hecho estimar en la batalla de Lepanto con sus treinta capellanes en las naves del Papa y muchos otros en las de Génova y España. Igualmente se habían hecho estimar en las pestes de Italia y Es:rfaña (1589), de Suiza (1609), Alemania (1611), así como por su amor a la pobreza y entrega al pueblo, principalmente en hospitales, lazaretos y calamidades públicas, viéndoseles incluso de bomberos en los gran– des incendios. Por otra parte, había oído hablar de sus hábiles hombres de Estado. Uno de estos diplomáticos, el más afamado quizá, lo tenía ahora ante sí. Era el Padre Lorenzo de Brindis -hoy santo y doctor de la Iglesia- embajador de Papas y Reyes en diferentes Cortes de Europa. Ahora se lo enviaba el Romano Pontífice para que el Rey de España entrara en la Liga Católica contra la Liga Protestante, formada al Norte de Alemania y apoyada por Enrique IV de FranciJl,. Aprovechó el Capuchino su estancia en Madrid para 44

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