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mana cautivó mi admiración. Comencé apreciando el singular encanto de su forma artística y conjunto no– ble; pero lo que en realidad me sobrecogió fue su expresión de vida, que le da emoción de realidad. De su belleza ultraterrena en su expresión atormentada, peto tranquila, comenzó a emanar un resplandor de lo divino, una intimidad e intuición sugestiva, que se fue apoderando de mi ser interior. Y por primera vez yo me encontraba frente al cadáver destrozado de Cristo. La cámara murtuoria, la urna y la Imagen habían desaparecido para dar paso a la realidad del cuerpo exánime de Cristo, que miraba a través de sus ojos vidriados, y me hablaba por su boca reseca y sus lla– gas abiertas. La emoción se apoderó de mí; caí de hi– nojos y el cadáver se animó en mi interior. Nos mi– ramos los dos. No recé. La mirada larga y profunda nos envolvió a los dos, y ví con visión de eternidad mi ayer y mi mañana. Percibí claramente estas palabras: "Nadie ama más que el que entrega su vida". No pude decirle nada. Lloré largo rato como pudo hacerlo Pedro o la Magdalena... Largo silencio emocional y embarazoso. Expansionado su espíritu, Manuel rompe el silen– cio e inicia el diálogo. -"Reverendo; ¿Puedo hacerle alguna pregunta so– bre la historia del Cristo Yacente, tenida por todos como la obra maestra de Gregorio Hernández?". -Sería un placer para mí poder contestarle con exactitud. -"Dígame: ¿Cómo ha podido conservarse esta Ima– gen aquí a través de tres siglos y medio?". 40

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