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En el breviario hay un poema especial, al respecto: "Hoy que sé que mi vida es un desierto, en el que nunca nacerá una flor, vengo a pedirte Cristo jardinero, por el desierto de mi corazón." En los desiertos se descubren tesoros, restos de dinosaurios, minas de diamantes, petróleo. Solo hace falta conocer, querer y ponerse a trabajar. Esto lo señala Isaías. Al asegurar que el desierto que él conoce, se llenará de regocijo, porque ambulando sobre ese mundo inhóspito es que se abren los ojos para adivinar el buen camino, y los oídos para escuchar a los guías, y el espíritu para estar cerca de los otros que necesitan la unión para no sentirse perdidos. Al ir por el desierto iban llorando, o estamos llorando, pero cuando sucede el milagro, la inspiración, la orientación, hasta las lenguas de los mudos cantarán. Todos y cada uno de nosotros y no digamos los que deambulan como despistados o perdidos, pasamos por el desierto. Hay horas y días y años en que no encontramos orientación o se nos va la esperanza, y hasta parece que Dios está en otras partes. Y de repente o poco a poco se nos viene a la memoria una oración, como la que enuncia el poeta. Y poco a poco empezamos a ver posibilidades. A eso tiende el tiempo de Adviento. El saberse en desierto produce petición de auxilio: vengo a pedirte, Cristo, jardinero, por el desierto de mi corazón. II. Sant. 5, 7-10. En la petición hecha en el desierto hay que Cristo nos ha esperado, como el Padre del Pródigo, es lógico que al reencontramos con el Señor no nos venga todo de golpe como si no hubiera pasado nada. Se supone que si uno se ha ido al desierto fue buscando algo o fugándose de algo. Y al desear salir de la situación de desierto uno 13

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