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*** Domingo XXIII. A- Ordinario 4 Septiembre 2011 I. Eze. 33,7-9 Un encargo tremendo para una profesión misteriosa: corregir al hermano pecador. Es un mandato apremiante: si no lo corriges te pediré cuentas de su sangre. Si lo corriges y no se enmienda, él perecerá, pero tú te habrás salvado. Por las historias de Israel conocemos la insistencia perturbadora de los profetas en corregir a los gobernantes. Pocas veces consiguen algo y la consecuencia es que los corregidos acaban desastrosamente. En nuestro entorno se insiste en que los padres y docentes deben corregir antes de castigar, pero deben sancionar a los incorregibles. ¿Pero hay alguien que hoy se atreva a corregir? Se multiplican las leyes castigadoras de los delincuentes, se asegura que se pretende que se sientan corregidos para cambiar su vida a positivo. Los padres y superiores sienten que llegados ciertos años de la vida joven o adolescente, se desencadenas las pasiones de independencia y de pereza en la formación, y surgen conflictos terribles. Hijos conflictivos por influencias malas, por drogadicción, por derecho a la independencia, atormentan a quienes les han traído al mundo con generosidad y desean para ellos lo mejor. Estos fracasados luego se sienten atraídos por la violencia y buscan compañía de sus semejantes. Y como dicen los latinos, los males no se detienen y son cada vez peores. Jesús invita a perdonar setenta veces siete, y absolver los pecados. Por eso todo asomo de cambio ha de asumirse como un regalo para los responsables y para 109

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