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los diversos estados del alma es señal de que los conoce porque la vida interior es su luz total. La confusión que nosotros tenemos para la vida interior se debe a que la vivimos como relámpago. El P. Esteban es un transfigurador de lo cotidiano. Leí– dos sus sermones nos parecen una cosa normal, y nada más. Vuelve radiante en las almas cada brizna, cada pe– drusco, retazo de muro, sobre los que resbalan sus ojos con ternura. Hace el milagro del musgo en Las pjedras feas, pues muchas veces la fealdad es una prolongación de la belleza, consiguiendo reacciones maravillosas en sus oyen– tes, pues está acostumbrado a manejar el don de Dios ha– ciendo ver los pequeños y grandes dolores, el pecado y sus efectos, con un brío, brasa viva, pues brasa es su amor hacia Dios, brasa su angustia, brasa tremenda su ansia de perfección. Bien puede decir con Gabriela Mistral: «Aligérame Señor, la mano en el castigo, y suavízamela más en la caricia. Reprenda con dolor, para saber que he corregido amando» . Viendo su cuerpo, se aprendía que el espíritu, a la lar• ga, da testimonio nítido de sí mismo, para que gocen los otros afuera, en cara, espalda, brazos y manos, la norma rigurosa del control interno, la línea castigada de los ins– tintos, y la espiritualidad absoluta, por fin, conseguida. Algunos comparaban la figura del P. Adoáin con la de San Pedro de Alcántara; sea lo que sea, esa figura ento• naba porque la energía oculta era una electricidad que al contacto con los oyentes daba la chispa, creando una ín· tima unión entre ambos. Los factores de su campaña evangélica se pueden redu– cir a dos: Energía y Bondad. Energía al exponer las verda· des eternas dejadas de mano en aquellos tiempos, como lo son hoy día, de lo que se lamenta amargamente Maritain en su libro Le Paysan de la Garonne. Energía para torcerse de dolor al exponer la arquitectura del delito, formada mu• chas veces por el medio ambiente, la miseria fisio.lógica y la impiedad humana. En esos momentos la figura del mon• tañés navarro electrizaba y cortaba en facetas terminantes, construidas de ángulos pétreos. Sus frases subían a golpes duros y hasta las más vagas de idea se perfilaban en figu• ras nítidas. Nada hay de medias tintas ni colores suaves. Sus colores son los rojos heroicos, los blancos deslumbrantes o las ti– nieblas espesas de alquitrán. Es como la serranía, lejana y próxima, inmemorial y ar• caica. Así se le ve a través de su actuación evangélica ... como el roble de Leyre o de Aldashur. Enhiesto, noble en su brío siempre erguido se le ve; con la majestad de un río que se pusiera de pie. En sus discursos sobre el perdón, sobre la Magdalena, sobre el hijo pródigo, se siente fluir la piedad de un justo. El P. Esteban, contando con la verdad, con toda la verdad, alcanza misericordia plena. La obra de nuestro misionero consiste en alcanzar la novedad, en rechazar viejas vestidu• ras y vestirse de ropajes intactos, sin salir del círculo en que se mueve nuestra comprensión y nuestro sentimiento; avanzó muy lejos, lleno de optimismo, por el camino que siguieron nuestros antepasados, juntando esos dos extre• mos que parecen contradictorios; lo antiguo y lo nuevo; lo sabido y lo ignorado; el pasado y el porvenir. -31-
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